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Si hay una reforma necesaria es la de la Universidad. Lo de la endogamia del alma mater es una forma púdica de denominar lo que es corrupción en gran escala, en donde todo nepotismo tiene su asiento y donde lo del claustro recuerda bastante los ambientes excluyentes de los cenobios. Si a ese se añade que, por criterios mínimos de eficiencia y de estricto sentido común, muchas facultades y universidades completas deberían estar cerradas, puede entenderse hasta qué punto la reforma de Pilar del Castillo es tímida y hasta qué punto la protesta universitaria no es fruto de la ignorancia de la nueva ley sino del más cutre sentido gremial, lindando con el puro fascismo (pues el fascismo, dentro de los totalitarismos, se basaba en las corporaciones).

Ni excelencia, ni calidad educativa, ni rollos macabeos, la Universidad es una oficina de colocación, en la que unas castas se reparten los puestos y ascienden a sus novicios por simples criterios de afinidad ideológica o de estricta adulación. No deja de ser un hecho aleccionador que tras el 11 de septiembre cualquier colaboración firmada por algún profesor universitario se ha caracterizado por el más rancio antiamericanismo, por el odio a las naciones democráticas, por el más pedestre relativismo cultural; es decir, por criticar el sistema que les da de comer.

Cerrar la Universidad y empezar de nuevo sería la mejor solución, aunque no parece posible. Por tanto, cualquier reforma es buena pues no se puede ir a peor ni el mismo título de profesor resulta como ahora tan sinónimo de los males del funcionariado.

Lo llamativo es que la acusación se sitúa en que la nueva Ley privatiza y el Gobierno puntualiza que eso no es cierto. Lamentablemente. Privatizar es bueno. Tanto el Gobierno como esas minorías de aspirantes a funcionarios que son los alumnos levantiscos –no piden la imaginación al poder, piden sus migajas para el conservadurismo completo– se equivocan. Privatizar la educación sería tan beneficioso como lo ha sido privatizar el transporte aéreo. O como lo es que las panaderías sean privadas. Siendo el pan un producto de primera necesidad a nadie se le ocurre reivindicar las colas de los sistemas colectivistas con sus planes quinquenales. Gracias al régimen de libertad de las panaderías hay productos de una extraordinaria pluralidad, y muy abundantes. Sin embargo, la enseñanza es prácticamente única y mala. La educación es el único sector que no ha hecho otra cosa que nacionalizarse. Pretender que es bueno en educación lo que es malo en las panaderías o las eléctricas es, además, de una incoherencia, una soberana estupidez, por la sencilla razón de que los beneficios de la competencia están demostrados por la práctica. Oponerse a las ideas contrastadas por la praxis es irracionalidad y superstición.

O intereses. De eso se trata, el gremio universitario defiende su esquema prebendario, los privilegios de la corporación, la corrupción intrínseca en nombre de supuestos elevados principios. Nada que ver con la igualdad de oportunidades. No lo puede ser un producto malo que, además, vía impuestos, cuesta carísimo.

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