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Enrique de Diego

Un triunfo parcial por los errores ajenos

¿Por qué el movimiento antiglobalización, tan falto de propuestas, tan vandálico, tan cutre intelectualmente, encuentra, sin embargo, un respaldo tan abrumador en los medios y en los columnistas? Porque esos grupos violentos muestran de manera palpable el odio al capitalismo que se mantiene larvado entre los intelectuales y una buena parte de los líderes de opinión, que en las décadas pasadas destacaron por su compromiso totalitario y su lucha contra las libertades, específicamente contra la propiedad privada y la libertad de empresa.

Como ha puesto de manifiesto de forma magistral Jean François Revel en “La gran mascarada” se ha desarrollado un intenso proceso de ocultación de las causas del proceso totalitario. No ha habido, o han sido muy menguadas, las rectificaciones y han abundado los silencios y los procesos de camuflaje. Notorio es que la caída del Muro no se produjo por ningún tipo de victoria sino por la consunción en su fatal arrogancia, en su error de base, en su intrínseca estupidez del marxismo, una doctrina que negando la propiedad privada situaba la edad de oro del progreso en la misma prehistoria. Ello ha generado un resentimiento entre los viejos estalinistas hacia el capitalismo y el liberalismo, por su superioridad intelectual y ética, pues han sabido generar progreso y permitir la búsqueda de felicidad a millones de personas, en cualquiera de los lugares en los que se ha puesto en práctica permitiendo la libre iniciativa de los individuos.

Es todo ese proceso, auténtico bombardeo demagógico, que se ha sufrido en la última década respecto a la existencia de un supuesto “pensamiento único”, como si las exiguas minorías que por responsabilidad han defendido la libertad hubieran impuesto autoritaritariamente una doctrina a quienes simplemente no tenían la decencia mínima para reconocer sus errores, algunos de ellos atroces y de consecuencias trágicas para las vidas de millones de personas.

Nunca ha existido tal triunfo intelectual del liberalismo –cuya apuesta por la libertad, vaya por delante, sólo de manera mínima se ha llevado a la práctica. No en el sentido que comúnmente se entiende, pues el colectivismo, el estatismo, y el antiliberalismo han sido siempre hegemónicos –estalinistas, en su práctica– en la Universidad, en los foros intelectuales y en los medios de comunicación. Siempre ha sido muy buen negocio defender lo “políticamente correcto” del esclavismo estatista. Incluso los medios algo liberales suelen tender a fichar columnistas de tal sesgo para que les legitimen o introduzcan un elemento de contraste.

La razón de esta pasión generalizada por los vándalos antiglobalizadores frente a dirigentes democráticos, votados por sus ciudadanos libres, que rechazan los fracasados principios de los huérfanos de Marx, puede deberse a que, mediante la violencia, generan la especie de un falso malestar con el progreso de las naciones democráticas (frente al fracaso de las totalitarias), que permite una apariencia de racionalidad al compromiso totalitario de tantos profesores, intelectuales, escritores y columnistas. Quienes en vez de responsablemente eliminar sus errores y buscar el bien de los demás, se dedican a desinformar, confundir o dar tonos de inteligencia a lo que no pasa el más mínimo examen crítico de una persona con sentido común.

La violencia de estos falsos parias, de estos acomodados turistas de la algarada, retroalimenta los sueños totalitarios de sus mayores al tiempo que incrementa las cuentas corrientes de sus empresas. La violencia siempre se acompaña o se comprende desde una alta dosis de cinismo, de perversión intelectual.

El capitalismo (un palabro como el de globalización que se lanzó para desacreditar la libertad de emprender, al riesgo creativo) ha triunfado en la práctica, no en la teoría. Lo ha hecho frente a los intelectuales, quienes han rodeado de pomposas metáforas y de groseras demagogias edulcoradas las peores pesadillas de la humanidad, los monstruos más terribles contra el hombre concreto. El movimiento antiglobalización es el último residuo, las últimas miasmas, de esos sueños totalitarios de pobreza y campos de exterminio.

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