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Enrique Navarro

Partidos políticos: regenerarse o morir

El votante se siente engañado por esta actitud cínica que pretende perpetuar un sistema bajo formatos diferentes.

El votante se siente engañado por esta actitud cínica que pretende perpetuar un sistema bajo formatos diferentes.
Emmanuel Macron sentado en la cabina de un avión de transporte Airbus A400M antes de despegar de la base militar de Villacoublay | EFE

La victoria de Macron en Francia laminando a los partidos políticos tradicionales de la V República; la desaparición de los partidos socialista y la democracia Cristiana en Italia como consecuencia del escándalo Tangetopoli en 1994; la casi extinción del Pasok en Grecia o la aparición de nuevas fuerzas en Europa que han puesto en cuestión el liderazgo de los partidos sobre los que se ha basado la democracia en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, suponen el cambio político más trascendental producido en Europa en las últimas décadas. Esta semana en Asuntos Exteriores queremos analizar este fenómeno. ¿Están los partidos tradicionales en crisis en todos los países o simplemente es una mala racha? ¿Los nuevos partidos van a llenar un espacio o desaparecerán cuando la coyuntura que les hizo aparecer desaparezca? ¿Deben los partidos regenerarse para no morir? Todas estas cuestiones las queremos plantear en el programa de Asuntos Exteriores esta semana.

La primera cuestión es determinar si los partidos políticos tienen vigencia y sentido en la sociedad actual. Los partidos políticos surgieron en el marco de la lucha de clases para la defensa de unos intereses propios y muy diferenciados. El partido político era el canal político de los grupos sociales que pretendían defender sus privilegios o bien destronar los de los otros. Hoy en día esta dialéctica de confrontación está superada y los votos fluctúan entre grupos políticos con escasa adscripción ideológica. Para la mayoría de los votantes, la política se ha convertido en una cuestión pragmática y de liderazgo más que de ideas.

Los partidos políticos y sus militantes, así como sus más acérrimos apoyos, se sienten más miembros de un club o de una comunidad que de una ideología. Se acercan más al concepto de aficionados de un equipo de fútbol. No importa cómo juegue el equipo ni cómo se conforme, sólo que gane y sobre todo que venza los más importantes contrincantes provocando una especie de orgasmo deportivo o político. A veces una victoria sobre el Barcelona justifica perder una liga; este es en gran medida el comportamiento de los partidos políticos en el mundo de hoy.

La crisis de los llamados partidos políticos tradicionales obedece a la conjunción de dos fenómenos: la corrupción política y la económica. El electorado puede sobrevivir a un tipo de corrupción, pero cuando coinciden las dos, las consecuencias son como las que vivimos en la década de los noventa en Italia.

La corrupción política consiste en aplicar políticas contrarias a la ideología del partido, a su programa electoral y al sentimiento del votante. En la estrategia por alcanzar el poder las campañas se convierten en un marketing político, donde poco o nada importa el mensaje; solo su formato relleno de slogans insustanciales pero que provocan grandes titulares y miles de tweets. El votante socialista ha visto como en los últimos años su partido optaba por una política económica liberal simplemente porque no tenía otra opción, aunque se empeñó en todas las campañas en decir exactamente lo contrario. De mi experiencia con muchos gobiernos de diferente signo he de decir que nadie ha hecho más recortes presupuestarios que el PSOE ni más subidas de impuestos que el PP. Ante esta contradicción, el votante se ha ido alejando del sistema, y bien ha optado por buscar en nuevas marcas una autenticidad que ya habían perdido los partidos tradicionales, o bien por el abandono de la política.

La segunda corrupción es la económica, tremendamente lesiva y dolorosa cuando se hace con recursos públicos especialmente en momentos de profunda crisis. Esta corrupción económica tiene que ver con dos factores intrínsecos al sistema. Un abultado estado que administra más de la mitad de la riqueza del país a través de unos representantes políticos que acumulan más experiencias colgándose a la chepa de un líder político que les aúpe a un puesto en la administración, que en la capacidad de gestión de la mayor empresa del país. En segundo lugar, el clientelismo político que provoca que el ascenso en un partido esté más dirigido a personas sin escrúpulos, llegadas a la política con el fin de sacar tajada, que en la búsqueda de la excelencia. Un partido que prima la adhesión sobre la discrepancia establece un modelo de organización que fomenta esta corrupción, aunque debemos insistir en la gran honestidad de la mayoría de los gestores públicos.

Estos dos tipos de corrupciones han existido siempre, pero el hecho de que hayan coincidido en el tiempo y con la peor crisis de las últimas décadas ha generado un profundo descrédito que ha llevado al finiquito del bipartidismo imperfecto que existía en España. Es muy probable que sin los ERES de Andalucía o sin las decenas de casos de corrupción que han afectado a la cúpula del PP, no estaría escribiendo este artículo, y ni Ciudadanos habría salido de la burbuja catalana ni Podemos habría superado La Tuerka.

Otra cuestión que debemos analizar es si estamos ante el final del modelo de partidos o el fin de las ideologías. Creo que ambas deben regenerarse ya que ni Marx, ni Adam Smith pueden ser los inspiradores de las necesidades del siglo XXI.

En primer lugar, hemos de admitir que los partidos políticos no están en crisis, ya que todos los movimientos políticos se acaban transformando en una organización política, aunque sea sólo para obtener subvenciones y construir una jerarquía de poder; el caso más claro es Podemos.

Los partidos han reflexionado sobre las causas de la desazón de los ciudadanos y han llegado a la conclusión de que se trata de un déficit democrático en las organizaciones. Es muy posible que esto sea así, pero sin duda pensar que la crisis de los partidos se resuelve con primarias o con determinados procesos de toma de decisiones constituye un tremendo error de cálculo. La democracia directa no es ni más pura ni más práctica que la representativa. Puedo entender que una organización elija a sus órganos rectores por voto del militante, pero pretender elegir un candidato a la presidencia del gobierno por este procedimiento es un craso error. Pensemos que si hoy hubiera primarias en el PP votarían a Rajoy para candidato a la presidencia como va a ocurrir con Pedro Sánchez en el PSOE. Pretender que los afiliados elijan al mejor candidato es como pedirles a los aficionados del Barcelona que elijan a su candidato a la presidencia de la Liga española donde votan todos los clubs. Seguramente elegirán el candidato que más vehemente sea contra el real Madrid, pero ¿Ese será el candidato que elijan todos los demás, el ganador? Desde que se instauró el sistema de primarias en la elección del representante español en Eurovisión vamos de mal en peor.

Los partidos, en su afán de permanencia, han optado por la tesis del Príncipe Salina "Todo debe cambiar para que nada cambie", y en fondo, lo que la sociedad demanda es que "cambie algo para que algo cambie". El votante se siente engañado por esta actitud cínica que pretende perpetuar un sistema bajo formatos diferentes.

Incluso en la lucha contra la corrupción, la sociedad visualiza que hacen más los medios de comunicación, por cierto, manejados por grandes grupos que no son ajenos a los propios defectos del sistema y los jueces que los políticos. Este es el verdadero déficit de la clase política, que no ha entendido que no basta con paños calientes, sino que la sociedad demanda un sistema diferente donde se eliminen las condiciones que permiten la corrupción, y esto sólo pasa por cambiar el funcionamiento de los partidos, por despolitizar la justicia y la administración; por un mayor control de la gestión de los gastos y los intereses públicos y sobre todo por una justicia rápida e independiente. Basta con ver el modelo norteamericano de lucha contra la corrupción en el sector público y privado para encontrar un ejemplo de cómo una sociedad puede poner grandes barreras a este fenómeno.

Este descrédito de los partidos se extiende al propio legislativo que resulta anodino e inútil a ojos de la población. Las sociedades modernas buscan liderazgos, quieren seleccionar presidentes, no gestores o perfiles bajos. El caso de Macron o de Trump, aunque en las antípodas, son ejemplos claros de que la sociedad necesita de líderes con vocación transformadora para terminar con el hartazgo que produce el letargo democrático. Cuando no hay liderazgos la penalización es enorme como el caso de Theresa May en Reino Unido. Ante esta realidad, los partidos que no opten por esta vía quedarán mortecinos, sin esperanza de transformación alguna, víctimas de sus propias debilidades hasta que un mirlo blanco aparezca y se los lleve a todos como un vendaval.

Las ideologías no han muerto; sólo deben reinventarse; pero hemos de admitir que en la sociedad global y tremendamente endeudada en la que vivimos, las diferencias no van a estar en la política económica. Debemos concluir que en las democracias occidentales sólo hay un modelo económico que podrá admitir mayores o menores variaciones en función de la independencia financiera que tenga cada nación. Ante esta realidad, los partidos están a la búsqueda de valores propios, más o menos consistentes con sus principios. A veces aciertan, como ocurre en el partido socialista con unos postulados más favorables a la igualdad de género, a los derechos sociales de determinados grupos sociales o en general en la atención a grupos más desfavorecidos. El Partido Popular ha acertado en la defensa de la nación española como fundamento de su política. Obviamente antes estas escasas diferencias, no es difícil que puedan surgir partidos o movimientos que hagan compatibles estas ideas que no son para nada antagónicas. El enfrentamiento entre estos postulados; nuevos derechos sociales versus tradición, y plurinacionalidad contra uninacionalidad, se ha convertido en la seña de identidad de los nuevos partidos, pero no les auguro mucho éxito, sobre todo si su caudal político va a estar basado en crear un antagonismo que es bastante ficticio. La convivencia en los gobiernos europeos de la socialdemocracia y de la democracia liberal muestran que siguen vivas; pero no lo que esperaba nadie es que pudieran coexistir y este es el modelo ideológico del siglo XXI, nos guste o no.

Si nos trasladamos al escenario nacional, ¿Todo esto significa que el Partido Socialista y el Partido Popular van a desaparecer fagocitados por los nuevos partidos? Mi respuesta es negativa. Primero, porque los nuevos partidos no han encontrado ni buscan llenar un espacio ideológico propio, solamente ocupar el de su compañero en el escenario político de la izquierda y la derecha. Son producto de una coyuntura muy específica que les ha provocado un aluvión de votos, pero sin una estructura fuerte propia y sin un armazón ideológico diferenciado, acabarán siendo fagocitados por los grandes partidos. En esto Ciudadanos lo tiene más difícil que Podemos que si ha ahondado mucho más en las diferencias con el PSOE producto de su origen histórico como herederos del partido comunista.

Si los partidos tradicionales buscan regenerase, deben superar la corrupción política y económica y buscar fórmulas de organización y participación más abiertas. Una vez más el modelo norteamericano es mucho más eficiente. Son los votantes de cada partido quienes eligen a su líder y no los empleados del partido o sus afiliados. Unas primarias bien manipuladas en un partido también son el mejor ejemplo de falta de democracia, pero abrir la definición de los candidatos a los votantes propios es la mejor garantía de que la elección será acertada. Seguramente bajo este prisma tengo muchas dudas de que Pedro Sánchez o Rajoy fueran los candidatos de sus votantes.

La manera de convertirse en líder del partido hoy consiste en la radicalización des conociendo la nueva realidad social y política. El afán de diferenciarse lleva al PSOE a buscar su espacio en la izquierda absoluta, pero como dice Enzo Biagi: "se puede estar a la izquierda de todo, pero no del sentido común" y lo mismo aplica al PP en su afán de convertirse en un partido transversal al que todo el mundo puede votar.

A su vez Podemos y Ciudadanos deben tomar ejemplo, porque no son mejores ni más modernos; son más de lo mismo; en muchos casos sus líderes proceden de las organizaciones tradicionales; muchos de ellos han llegado buscando la oportunidad de la que no disfrutaron en sus partidos; otros simplemente por desazón; pero si los partidos tradicionales superan este bache, profundo sin duda, y sobreviven con una auténtica regeneración veremos como las nuevas fuerzas se diluyen y volvemos a los de siempre. Pero cuidado, la sociedad no va a perdonar que las cosas no cambien y si una vez más no regeneramos el sistema, entonces es posible que muera.

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