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Eugenio D´Medina Lora

Terremoto en Perú

Anoche me sentí muy pequeño cuando el seísmo no encontraba cuándo acabar. Hoy sigo con el televisor encendido y las imágenes de dolor son las propias de estas circunstancias. Y nuevamente, sólo me resta quedarme sin palabras.

Algunas circunstancias son tan abrumadoras y tan impetuosas que ni siquiera da el lugar para un título imaginativo. La contundencia de lo que significa el terremoto en el Perú de hace pocas horas obliga a una escaramuza con unas pocas ideas que se me vienen a reflexión. No me deja espacio para arropar la técnica, sino sólo para ventilar el sentimiento.

Escribo desordenadamente con el televisor encendido y alternando con las respuestas a los innumerables correos que me remiten amigos del exterior preocupados sinceramente por la situación. Es que esto tiene la vida: siempre abre paso a las grandes expresiones de calidad humana aun en medio de la muerte y el dolor.

Esta vez produjo un terremoto que no se padecía en el país desde el de Lima de 1974. Alcanzó 7,9 grados en la escala Richter. Incluso supera los 7,8 grados del terremoto de 1970. Estamos con alrededor de 510 muertos, cerca de 1.500 heridos y 85.000 damnificados, con tendencia al alza. El epicentro fue al sur de Lima, debido a la denominada Falla de Nazca, en el Pacífico Sur.

En Lima, algunos edificios y puentes urbanos han sido cerrados hasta evaluar si no corren peligro de derrumbarse. Se suspendieron clases escolares y universitarias. Hay daños importantes en las carreteras principales de varios departamentos cercanos a Lima. Muchos presos se fugaron de centros penitenciarios que colapsaron. Casas, edificios públicos y hasta templos se vinieron abajo. De hecho, muchos de los muertos eran feligreses que asistían al final de la tarde, a las misas católicas. Los mayores daños ocurrieron en las cuatro localidades del sur cercano a Lima que recibieron el mayor impacto.

Se está movilizando el país con acciones de solidaridad. El presidente de la República personalmente está en la zona del desastre mayor. Las cadenas de televisión están cubriendo la tragedia. Las campañas de donación de sangre y bienes no perecederos comenzaron. La ayuda internacional empezó a activarse y países como Colombia y Chile, este último con el que Perú sostiene una tensa relación diplomática por estos días, han sido los primeros latinoamericanos en ofrecer públicamente su interés en ayudar. Pero falta toda la ayuda posible, que será bien recibida para levantar este desastre.

Paralelamente, algunos pocos mercantilistas locales apuñalan a la economía de mercado, fijando aumentos en los pasajes interurbanos hacia la zona de desastre a quienes pugnan por llegar a la zona de la desgracia. Nunca comprenderán lo que significa la oferta y la demanda ni menos aun lo que es el liberalismo. Sólo entienden la diferencia entre ingresos y costes. Otros simplemente tratan de saquear las viviendas y tiendas de la zona afectada, aprovechando la ventaja de la noche y del temor. Ningún mejor ejemplo de que la inhumanidad y la anarquía son lo más contrario a la libertad.

En 1970 hubo un gran terremoto que destruyó casi todas las localidades del Callejón de Huaylas, en los Andes del Norte. Además produjo un desprendimiento del nevado Huacarán (6.768 metros) que impactó en una laguna, lo que generó un aluvión que sepultó la ciudad de Yungay. La primera vez que fui al lugar donde una vez estuvo esa ciudad fue en 1984. Es una sobrecogedora gran tumba y se levanta hoy ahí un camposanto. Ahí comprendí que, junto con Machu Picchu, es uno de los dos lugares donde más puedo sentir el Perú. Una simbiosis de grandeza histórica y dolor recurrente. Eso mismo es el Perú. Simplemente, son los lugares donde me quedé sin palabras.

Anoche me sentí muy pequeño cuando el seísmo no encontraba cuándo acabar. Hoy sigo con el televisor encendido y las imágenes de dolor son las propias de estas circunstancias. Y nuevamente, sólo me resta quedarme sin palabras.

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