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Eva Miquel Subías

Al otro lado del Muro

Traten de imaginar en algún momento lo que habría sucedido ante semejante ataque a la libertad y a los derechos individuales en cualquier país anglosajón.

Francamente. No podía siquiera imaginar que tras la caída del Muro de Berlín, que dejaba atrás millones de muertos y sociedades completamente desmembradas y económicamente destrozadas, volveríamos a hablar de conceptos cuya inviabilidad se empeñó en demostrar, de manera sangrienta, el comunismo.

A estas alturas del mes de agosto, ustedes serán perfectamente conocedores de la existencia –a falta de una buena canción del verano– del showman del momento.

La última performance de Sánchez Gordillo, que, cabe recordar, ostenta un acta de diputado en el Parlamento de Andalucía por IU y es alcalde de la población sevillana de Marinaleda desde sus primeros ayuntamientos democráticos, ha tenido lugar esta misma semana en una finca cuyos terrenos, casualmente, pertenecen a un buen amigo.

Así que paso a relatarles los acontecimientos. Juan Luis, cuyo abuelo vendía naranjas en un burro puerta a puerta y que gracias a su esfuerzo, trabajo, tesón y perseverancia pudo desarrollar su labor profesional en el campo, con el plus de dureza que supone dedicar horas y horas al sol para recoger la cosecha de naranjas, paraguayas, cereales o cualquier producto que pudieran dar estas maravillosas tierras cordobesas, ha visto cómo una banda de personas asaltaba sus tierras, destrozaba su valla y se instalaba en la piscina de un hotel que ocupa las dependencias de un palacete restaurado. Así. Sin más. Saltándose a la torera cualquier mínimo respeto a la propiedad privada.

Mi amigo Juan Luis, dejando a un lado el hecho de que en el momento de escribir estas palabras tenía que haber estado en el funeral de un familiar en Francia y gracias a la actuación de estos tipos tuvo que permanecer en su casa, velando por los intereses de su familia y de sus trabajadores, se puso en contacto –obviamente– con la Guardia Civil. Los agentes le dijeron que no podían hacer nada estando ya los asaltantes dentro de la propiedad. Si no obtenían una orden judicial no podían llevar a cabo su cometido, echar a quien se cuela en una propiedad ajena.

¿Les parece surrealista? Esperen, que sigo. Mi amigo habló con los supuestos jornaleros, o quienes fueran los que allí se encontraban lanzando soflamas más propias de una situación prebélica que mínimamente acordes a una sociedad civilizada. Y le contó a Gordillo que lo único que hacía su familia era trabajar y ofrecer empleo a personas que, en época de cosecha, pueden alcanzar una sesentena.

Le dijeron que no se preocupara, que nada, hombre, que nos quedamos aquí un poquito y luego nos marchamos. Se fueron justo en el momento de escribirles yo estas palabras, a primeras horas de la tarde del miércoles.

Poco después, o al mismo tiempo –lo desconozco–, la delegada del Gobierno advertía de que no iba a tolerar más comportamientos de este tipo. Aplaudo su decisión, una decisión que debía haberse tomado desde el primerísimo momento.

Cuando alguien no tiene meridianamente claro que una base fundamental de la libertad es el derecho a la propiedad, y que una de las funciones del Estado es garantizarlo, algo funciona rematadamente mal. Y que un público televisivo aplauda cuatro consignas de un comunismo demodé y trasnochado, propias de pegatinas de Phoskitos, es mucho más que preocupante.

Termino. Y no voy a meterme con el protagonismo que le están dando algunos programas de televisión, porque ésa es otra cuestión. Aunque cualquier día le veremos sentado en todas las mesas de debate. Tiempo al tiempo.

Traten de imaginar en algún momento lo que habría sucedido ante semejante ataque a la libertad y a los derechos individuales en cualquier país anglosajón. Algo, desde luego, habría que hacer para garantizar nuestro derecho a defender nuestra propiedad y nuestra integridad con el respaldo de la ley, sin que sea necesario colgar un letrero que rece: "Be aware, intruders. Armed response".

Y otra cosa. Aunque los Gordillo & Co. decidieran permanecer mentalmente al otro lado del Muro, pueden decir cosas, incluso absurdas, gracias al mantito de libertad que les proporciona una sociedad democrática. Y ahí, señores, está la clave. Porque es fácil no respetar lo que se desprecia. Como han hecho ellos. 

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