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Eva Miquel Subías

Con un par de tacones

Me gusta, qué le vamos a hacer, la diferencia. Sea ésta de género, de cultura, de carácter territorial, o religiosa.

La dulce ironía es una constante últimamente en mi vida. Como algunas casualidades. Pero no voy a entrar ahora en ello. Me lo reservo.

Leo con cierta curiosidad que Alemania y Reino Unido han bloqueado la propuesta de la Comisaria Europea de Justicia, Viviane Reding, al respecto de instaurar una serie de cuotas en los consejos de administración de las principales empresas de la UE con el fin de procurar una mayor igualdad entre hombres y mujeres.

Lo cierto es que la discriminación positiva ya no gusta tanto a países que venían aplicándola de manera habitual. Así, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos ya se ha pronunciado al respecto. Y ha apostado por limitarla, a raíz de una estudiante blanca que se querelló contra la Universidad de Texas tras no haber sido admitida y comprobar que otros estudiantes habían sido seleccionados con notas inferiores y que tan sólo era el color de su piel lo que les diferenciaba.

Así, países como Suecia o Dinamarca, dos de las naciones que mejores notas obtienen en cuestiones de igualdad de género, no adoptan cuotas legales y se han posicionado claramente en contra de Reding, así como Holanda. Suficiente. De hecho consideran que Bruselas se está entrometiendo demasiado e interfiere, de este modo, en decisiones de empresas privadas. Y que se está extralimitando en sus funciones. Básicamente. No sé qué opinará al respecto Bibiana Aído cuando se acerque al Deli más cercano a su hora del almuerzo, pero vamos, una servidora no puede estar más de acuerdo.

Decía Margaret Thatcher que en cuanto se concede a una mujer la igualdad con el hombre, ésta se vuelve superior a él. Es posible. No lo sé. A mí, desde luego, lo que me gusta es la diferencia, la diversidad y por lo tanto –como le pasaba también a ella– me gusta que hombres y mujeres tengamos percepciones diferentes de las cosas, podamos sentir de muy diversa manera, que tengamos puntos de vista de lo más dispares y que la manera de enfocar los problemas sea también desigual. Como lo es también una mujer de otra. Porque cada persona es distinta y está llena de recovecos y matices que la hacen maravillosa.

Me gusta, qué le vamos a hacer, la diferencia. Sea ésta de género, de cultura, de carácter territorial, o religiosa. Siempre y cuando se garantice una igualdad de partida. Una igualdad de oportunidad. No de resultado.

Y en la diferencia religiosa me detengo. Y lo hago porque la Fiscalía de Ceuta ha decidido archivar la denuncia contra el imán de esa misma ciudad por decir que las mujeres que usan zapatos de tacón o perfume son consideradas unas fornicadoras. Tal cual.

Veamos. Más allá de que puedan entender que una mujer, si así lo desea, puede fornicar con quien le venga en gana, porque para ello es dueña de ejercer su libertad individual –algo que esta gente jamás podrá llegar ni oler siquiera–, este señor no sólo no muestra un mínimo de respeto por lo que significa una democracia, una constitución o un estado de derecho, sino que se pasa por el forro de su túnica el drama que vivimos a diario por culpa de la violencia doméstica.

Y en cuanto invaden mi espacio, atropellan mi libertad y cuestionan el derecho de igualdad ante la ley del que disfrutamos en España, me pongo seria. Y, francamente, así deberían ponerse las feministas que tanto demandan la paridad en un consejo de administración. Porque, o exigimos un respeto a este tipo de sujetos o cuando éstos y sus propósitos desmedidos avancen siniestramente, igual va a ser un poquito tarde.

Las he echado de menos. Una vez más. Y me habrían tenido con ellas, plantada ante este tipo con un par de tacones y mi mejor perfume. Pero para ello, deberían haberse liberado previamente de la venda progre convencional y sesgada. Y eso, queridas, es un lastre que pesa. Demasiado, me temo.

En España

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