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Eva Miquel Subías

Cuando la palabra sí importa

Se empieza por no respetar el significado de la palabra y se acaba por apalearnos públicamente en la plaza mayor.

Veamos. Hoy pretendía exponerles una serie de asuntos que me inquietan y que se llevan a cabo en nombre del todopoderoso feminismo. De un falso feminismo, me atrevo a afirmar. Pero los acontecimientos avanzan a velocidades que una no controla, así que dejo los ingredientes en un cuenco y los reservamos para una posterior cocción.

¿A que sonaba prometedor? En otra ocasión será, pues.

Porque hoy quiero reivindicar el valor de la palabra. Cómo suenan éstas, su armonía o no a la hora de enlazarlas en una frase, el significado que conlleva, el compromiso al darla y las respectivas disculpas que hay que pedir cuando la palabra no se emplea como es debido y no calibramos el alcance de la ofensa que hayamos podido causar con ella.

Aunque ya hace mucho que en España la palabra apenas significa nada.

Y las campañas electorales son una buena prueba de ello. Pero creo que este miércoles se traspasaron unos cuantos límites. Francamente.

Todos sabemos los arrebatos que se viven en período electoral. Me refiero, de una manera más específica, a arrebatos verbales. A esa incontinencia oral, a ese frenesí al caer la tarde que nos hace sentir invencibles con un micrófono delante.

Pero a pesar de los impulsos y nuestra excitante pasión, hay un límite, señoras y señores, del todo infranqueable.

Todos ustedes sabrán que el próximo domingo tendrán lugar los comicios gallegos. Todo apunta a una victoria de su actual presidente en funciones, Alberto Núñez Feijóo, pero a nadie se le escapa que tendrá que pelearlo. Hay que luchar por cada voto, porque a estas alturas ya sabrán que al Partido Popular no le basta nunca con ganar unas elecciones. Tiene que arrasar y lograr mayoría absoluta. Eso es así y así nos lo hicieron saber hace tiempo.

A lo que iba. El candidato de Alternativa Galega de Esquerda, Xosé Manuel Beiras, tras tachar a los populares de "brigada de demolición", se acabó de despachar bien a gusto acusándoles de llevar a cabo "una limpieza étnica", no sin poner una guinda al pastel afirmando que "lo que se está haciendo con la sanidad mata a la gente".

Y todo ello sin pestañear, oigan. Con esa mata de pelo blanco al viento y esparciendo toda su bilis por las rías de Galicia.

El presidente en funciones no ha querido entrar. Y Beiras en cuestión, lejos de disculparse, se ha reafirmado en su posición.

Pues honestamente les diré que no creo que tipos de este perfil deban quedar impunes y puedan acceder a disfrutar de los privilegios de pertenecer a una democracia sin mostrar ante ella el mínimo de respeto exigible. Porque no entro en si miente o no. Que es otro hecho manifiestamente comprobable. Entro en lo que diferencia el buen gusto de la ordinariez, en lo que separa la crítica y la toma de posiciones, con el insulto descarnado, la grosería más evidente y un comportamiento totalitario.

Y hablo, por supuesto, de la línea que separa el bien del mal. Y ésta, amigos míos, no es gris. Ya nos hemos referido a ella en anteriores ocasiones. Es nítida y transparente. Y quien la cruza debería atenerse a sus consecuencias.

Pero para que eso ocurra, nuestras instituciones deberían recuperar la fortaleza y solidez necesarias. Y deberían actuar libremente e independientemente del fragor del runrún mitinero.

Ya que, si me permiten, se empieza por no respetar el significado de la palabra y se acaba por apalearnos públicamente en la plaza mayor mientras unos miran y otros bajan la cabeza.

Y no confundamos nunca la buena educación, con ser condescendientes. Porque nos acaba separando de la línea trazada correctamente. La que debemos seguir. En el fondo, es algo bastante básico. Créanme.

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