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Eva Miquel Subías

El nacionalismo ya no es romántico

Lo que une a todo nacionalismo es la dificultad de combatirlo de manera racional, dado el componente altísimo de pasión y emotividad.

Llevo tiempo advirtiendo mi agotamiento al respecto de lo que en mi tierra sucede. Pero vuelvo a caer. Una y otra vez. En mayor o menor medida. Con mayor o menor pasión. Pero ahí estoy. Sin aliento apenas, pero asomando la cabecilla a ver qué pasa.

Escribo estas líneas en pleno fragor de la batalla de la convocatoria de la Huelga General más irresponsable e insensata de nuestra corta historia democrática contemporánea. Así me lo confirmaba, además, un taxista que solicité para acudir a una temprana cita. Y cuánta sensatez desprendía aquel buen hombre.

Pero no quiero apartarme de lo que quiero contarles. Y lo quiero hacer al hilo de la figura heroica que se ha creado en Cataluña a raíz de la historia de un chaval –al que ya han bautizado como Braveheart– que en su día se dio a conocer por tener un blog desde el que instaba a los comercios a rotular en catalán.

Como lo de atacar a la libertad individual y a la libre elección parece ser de tendencia en los últimos tiempos, ya tenemos a Joel Joan, el actor, ahora director, más soberanista del panorama cinematográfico catalán, con un proyecto entre manos teniendo como protagonista a un mini William Wallace. Los Wallace de turno empiezan a proliferar.

Tan sólo que ni la historia, ni los motivos, ni el coraje, ni el trasfondo de la historia tienen nada que ver con el argumento de la película inspirada en el personaje heroico escocés.

No es ninguna novedad que los nacionalismos decimonónicos, al hilo, sobre todo, de las unificaciones alemana e italiana, significaron un movimiento romántico de primera magnitud. Se retornó a la novela histórica, se enarbolaban banderas ondeadas por pasiones difíciles de contener, se buscaban personajes a los que convertir en héroes y mitos de las Naciones-Estado que surgían en Europa como empresas poderosas.

Los del siglo XX, sin embargo, se caracterizaron por ser nacionalismos disgregadores y los motivos y objetivos de unos y otros eran de lo más variado.

Pero lo que une a todo nacionalismo, eso sí, es la dificultad de combatirlo de manera racional, dado el componente altísimo de pasión y emotividad. Ante una bandera, señores, o se siente algo o no. Y cada uno, como en el Amor, lo siente y vive a su manera. Ni mejor ni peor. Simplemente diferente.

Pero lo que realmente escapa a ello es la manipulación del sentimiento. El packaging por el que consigues, gracias a atractivos diseños, que el comprador fije la mirada en el maravilloso envoltorio y no se fije en el coste real de su contenido. Y si merece o no la pena.

Porque en épocas de crisis, amigos míos, no es complicado buscar nuevas ilusiones, estimulantes proyectos en los que creer y sobre todo, levantar muros falsos donde lanzar las piedras y así, mientras sueltas adrenalina, aparcar el problema real.

Aunque empiezo a tener serias dudas de que quienes al frente del proyecto se encuentran, estén teniendo en cuenta que todo William Wallace tiene delante a un Robert Bruce. Y no sé si están contemplando que, como en la película de Mel Gibson, habrá algún noble que pactará a sus espaldas.

Les diré, si me permiten, que se me ocurren ya varios candidatos. Y sepan que lo harán por mucho menos que unas tierras escocesas. Aunque no sean precisamente nobles quienes lleven a cabo la operación. Operación que mi olfato me va indicando que ya se ha puesto en marcha.

Y sí. Veo a más de uno mirándose al espejo con la cara cuatribarrada, con la pintura a medio desdibujar por el sudor de la batalla y lamentándose.

Ya ven. Así lo veo. Qué cosas.

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