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Eva Miquel Subías

Sepia con albóndigas

La estancia en el 'backstage' de Adrià o Ruscalleda es el salvoconducto para la búsqueda de la excelencia en el complejo mundo de la gastronomía.

Les voy a confesar algo. Al conocer ayer la polémica surgida a raíz de unas declaraciones de Jordi Cruz donde relataba tener becarios en su cocina sin percibir salario alguno salvo alojamiento y comida –tal y como sucede en otras cocinas de reconocido prestigio–, pensé en dedicarle esta pieza.

Pero hoy mismo, a la salida de una reunión, he decidido repasar por encima la sarta de palos que ha estado recibiendo el chef en Twitter y por un momento he tenido la tentación de dejarlo estar, de pasar a otra cosa, de no meterme en camisa de once varas; entre otras cosas porque las varas de medir, precisamente, ya hace tiempo que son lo que podríamos decir de muy diferente tamaño.

Con lo que he estado a punto de sucumbir ante lo establecido por lo que un determinado sector ha decidido que era lo moral y políticamente correcto, algo que admitiré no me ha dejado indiferente.

Así que, una vez superada tan peligrosa tentación, he repasado lo que hacía en mis primeros años de facultad, como por ejemplo transcribir historias con numerosas horas acumuladas en un radiocasete –¿recuerdan tan bello aparato?– y que el profesor debía incorporar a un estudio antropológico que estaba realizando, ayudar en un restaurante familiar los domingos, colaborar en una sección radiofónica o hacer de documentalista para un catedrático.

Lo cierto es que no cobré una sola peseta de esa época, pero si les soy honesta, tampoco me lo planteé. Me habría gustado, por supuesto, obtener algo de dinero a cambio, pero entonces lo consideré una especie de inversión para aprender y profundizar en aspectos que en esos años consideré importantes para mi evolución, lo fueran o no después.

Cabe entender que los becarios que trabajan en las grandes cocinas nacionales e internacionales, lo hacen a modo de aprendizaje, es decir, como sustitución de un master que probablemente les costaría un dinero que no todos podrían permitirse. De este modo, tienen la oportunidad de realizar de manera temporal un trabajo a modo de formación, tejiendo al mismo tiempo los contactos necesarios que les permitan luego enfocarse de un modo u otro, así como obtener consejo de los mejores.

No logro entender la polémica al respecto. Bien es cierto que hace años este debate ni se habría producido y, poniéndome en la posición de algunas personas razonables, puedo llegar a entender lo que plantean, pero francamente, lo sigo viendo más como una oportunidad que como un desprecio al trabajo llevado a cabo, que es, sin duda alguna, más que productivo.

El equivalente a un joven en los fogones de Berasategui o Arzak es el equivalente a pasar un tiempo en la Kennedy School de Harvard para quien quiera dedicarse a la gestión pública o en el Berklee College of Music de Boston para quien quiera entregarse profesionalmente por entero a la música.

Sin ir más lejos, la estancia en el backstage de un Adrià o Ruscalleda es el salvoconducto para la búsqueda de la excelencia en el complejo mundo de la gastronomía. Y querer rizar el rizo en algo tan obvio no expresa más que una falta de reconocimiento al maestro y una desconsideración hacia el aprendiz. Que podría resultar algo decimonónico, pero que, en según qué ámbitos, resulta siendo de vital importancia.

Otra confesión. Me gusta mucho el guiso y los clásicos mar y montaña ampurdaneses que tan bien describía Josep Pla. No se me dan mal algunos de ellos y tengo especial debilidad por la sepia con albóndigas, pero soy muy consciente de que el plato que elaboro en mi casa los fines de semana jamás podrá alcanzar la magia con la que Santi Santamaría trataba el plato más sencillo. Y los jóvenes becarios tan solo quieren eso. Conseguir esa magia para poder ofrecérnosla a nosotros en un futuro algo incierto.

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