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Eva Miquel Subías

Sus ojos me lo dijeron

Créanme, me contaron mucho más que sus palabras. Cosas que, en cierto modo, me desconcertaron.

No les negaré que ser catalán en Madrid se está convirtiendo en un deporte de cierto riesgo. De lo más excitante, oigan.

Conversaciones entrelazadas que procuran, por cortesía y educación, no ofenderte. Y lo agradezco. Aunque les entiendo. Cómo no les voy a entender.

El otro día, sin ir más lejos, un pequeño empresario de Igualada me decía: "Verás, es que igual se creen que yo exporto a Asia, y no sé si son conscientes de que yo, a donde vendo, es a Cuenca, a Salamanca o a Badajoz". Y añadía: "Nos estamos volviendo locos. Nos llevan a la ruina. Créeme".

Palabras así salen de bocas convergentes, de medianos empresarios; señores cincuentones, de corte catalanista, votantes tradicionales de Jordi Pujol, pero que al mismo tiempo se han sentido confortablemente españoles, sin llegar a excitarse demasiado al ver izarse la bandera española, pero respetuosos y educados.

No olvidemos, al fin y al cabo, que hay determinadas emociones en la vida que se sienten o no se sienten. Y de la misma manera que hay quien pasa por aquí sin conocer a fondo las estimulantes y gratificantes sensaciones que te proporciona el hecho de amar, hay quien no siente la menor pasión por bandera alguna. Y tampoco pasa nada.

Pues bien. Estos mismos empresarios me comentaban que, si ellos fueran sus propios clientes y estuvieran en Valladolid, no tendrían demasiadas ganas de estrechar lazos, ante tanto deseo de deshacerlos. Ni siquiera los estrictamente comerciales.

Hace hoy justamente una semana coincidí con Artur Mas en el acto de inauguración de la nueva terminal de contenedores del Puerto de Barcelona, que ha llevado a cabo Tercat-Hutchinson. Se podrán imaginar cuáles eran los temas principales de conversación en torno a la galletas minis de parmesano estilo Oreo del cóctel y el cava rosé de frutos rojos. No en vano son numerosas las hipótesis que circulan respecto de la ola soberanista, a la que Mas ha decidido subirse para mantenerse sobre ella en una frágil y delicada tabla de surf.

Hacía tiempo que tenía ganas de preguntar al President, y así lo hice. Porque hay quien cree que se trata de un farol en el que la apuesta ha sido más que arriesgada y cuya posterior frustración y gestión de la misma puede costarle el puesto y dejar vía libre al hereu. Los hay que consideran que realmente se ha prendado de la estampa romántica de una multitud de catalanes enarbolando la bandera independentista, al más puro estilo decimonónico. Y los hay que creen que ha generado una cortina de humo que no hace más que tapar la dramática situación económica por la que atraviesa Cataluña, a fin de echar las culpas –no sin cierta dosis de mezquindad– a Madrid e intentar obtener una mayoría suficiente en el Parlament para sentirse libre y fuerte a la hora de afrontar todo tipo de aventuras.

La sociedad civil y los empresarios, motor económico de Cataluña y de España, tendrán mucho que decir. Algunos ya han empezado a hacerlo en público. Como el presidente del grupo Planeta. Veremos.

Pero permítanme que les diga algo sobre mi encuentro con Mas. Hacía tiempo que no le miraba a los ojos. Y éstos, créanme, me contaron mucho más que sus palabras. Cosas que, en cierto modo, me desconcertaron.

Y es que está profundamente enamorado del proyecto. Aunque le aterre la censura de la familia. Pero ese amor le está dando fuerzas. Por el momento. O hasta la mañana siguiente.

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