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ESTADOS UNIDOS

11-S: la estupidez de la "reacción exagerada"

La sabiduría convencional de nuevo cuño sobre el 11-S dice que fuimos responsables de una década terrorífica. Que nuestra reacción fue exagerada –Al Qaeda resultó ser un tigre de papel, nunca tuvo lugar un segundo ataque– y acabamos arruinando el país, con la moral por los suelos y en plena decadencia.


	La sabiduría convencional de nuevo cuño sobre el 11-S dice que fuimos responsables de una década terrorífica. Que nuestra reacción fue exagerada –Al Qaeda resultó ser un tigre de papel, nunca tuvo lugar un segundo ataque– y acabamos arruinando el país, con la moral por los suelos y en plena decadencia.

El secretario de Defensa dice que Al Qaeda está al borde de la derrota estratégica. Cierto. Pero ¿por qué? Al Qaeda no ha sufrido proceso alguno de combustión espontánea. Sin embargo, en cuestión de una década Osama ben Laden pasó de ser el emir del islam radical, el héroe yihadista que daba su nombre a bebés de todo el mundo islámico, al viejo eremita patético que vivía prácticamente incomunicado en una habitación sin muebles y con una tele barata.

¿Qué hizo débil al caballo fuerte? Precisamente, la masiva, implacable guerra americana contra el terror; una campaña sistemática de alcance mundial librada con creciente sofisticación, eficacia y letalidad. Pero ahora se la denigra y se la califica displicentemente  de "reacción exagerada".

Lo primero fue la campaña afgana, con un respaldo tan mayoritario que los demócratas criticaban a Bush por no dedicarle más recursos y efectivos militares. Bueno, pues ahora se la considera una de las "dos guerras" que nos llevaron a la ruina. Lo cierto es que Afganistán ha sido y es totalmente imprescindible para derrotar a los yihadistas. Vemos en Pakistán un santuario terrorista, y no reparamos en que Afganistán es el nuestro, la base desde la que nos desplegamos con entera libertad para atacar los cuarteles generales de la yihad en Pakistán y las regiones fronterizas.

También Irak fue decisivo, aunque no de la manera prevista. No acudimos allí para librar la batalla definitiva contra Al Qaeda, pero Al Qaeda se invitó a sí misma y fue no sólo derrotada, sino humillada. La población local, supuestamente subyugada por el invasor infiel, se unió a él y se alzó contra la tropa yihadista. Fue una derrota excepcional, de la que Al Qaeda jamás se recuperó.

El otro gran logro de la década fue la infraestructura antiterrorista que empezó a construir a toda prisa y desde la nada el presidente Bush tras el 11-S, y que asumió posteriormente el presidente Obama. ¿Por qué la asumió? Porque funcionaba. Nos mantuvo seguros. Me refiero a las escuchas telefónicas sin orden judicial, a la Patriot Act, a las detenciones preventivas y, sí, a Guantánamo.

Puede que sea cierto todo esto, dice la nueva sabiduría convencional, pero semejante esfuerzo ha arruinado al país y nos ha conducido al clima actual de desesperación y decadencia.

Tonterías. La factura total de las "dos guerras" es de 1,3 billones de dólares. Eso representa menos de la undécima parte de la deuda nacional, menos que un ejercicio fiscal de gasto público de Obama. Durante los dorados años 50 de Eisenhower, signados por un crecimiento económico robusto (5% anual de media), el gasto en defensa ascendía al 11% del PIB y al 60% de los presupuestos federales. Hoy, el gasto en defensa representa el del 5% del PIB y el 20% de los presupuestos. ¡Vaya con la elefantiasis imperial!

Sí, estamos a un paso de la bancarrota. Pero la guerra tiene tanto que ver con ello como las manchas solares. La inminente insolvencia no se debe a unos presupuestos de defensa cada vez más reducidos, sino a la eclosión de los derechos sociales, que se comen casi la mitad del presupuesto.

En cuanto a la Gran Recesión y el colapso financiero, pueden atribuirse a la errónea política tendente a fomentar la adquisición de viviendas mediante la concesión de hipotecas subprime. A Fannie y Freddie Mac. A los banqueros avariciosos, a prestamistas sin escrúpulos, a los ingenuos (o avariciosos) hipotecados. A los derivados de tal complejidad que eludían todo control. ¿Pero a la guerra contra el terror? Tonterías.

El 11 de Septiembre fue nuestro Pearl Harbor. Esta vez, sin embargo, el enemigo no tenía domicilio fijo. No había Tokio. Ha sido una guerra no convencional declarada por un enemigo no convencional empotrado en una comunidad religiosa de alcance planetario. Pero en el plazo de una década conseguimos desarmarlo y derrotarlo casi por completo, y desarrollar –mediante el método de ensayo y error, y al precio de trágicas bajas– herramientas que nos permiten perseguir a los remanentes a un precio cada vez más reducido. Se trata de un logro histórico.

Las dificultades por que atravesamos y la tristeza que nos atenaza son casi exclusivamente económicas en su origen, el amargo fruto de políticas fiscales, regulatorias y monetarias equivocadas que no guardan relación alguna con el 11 de Septiembre. La desmoralización actual no es consecuencia de la guerra contra el terror. Todo lo contrario. La denigración de la guerra contra el terror es consecuencia de la desmoralización actual, de la proyección de nuestros males presentes sobre la auténtica, exitosa historia de cómo hicimos frente al 11 de Septiembre.

 

© The Washington Post Writers Group

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