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EL DESAFÍO DE LA INMIGRACIÓN

Goodbye Canadá?

¿Para qué sirve la inmigración? Ojo, pregunto para qué sirve la inmigración, no los inmigrantes. Quien esto escribe ha andado durante años de acá para allá y piensa que los individuos que no viven del Estado deberían poder moverse por el mundo con razonable facilidad. De hecho, los canadienses somos muy dados a ello. Los canadienses, dicho sea de paso, emigramos de uno en uno, o sea, como individuos.

¿Para qué sirve la inmigración? Ojo, pregunto para qué sirve la inmigración, no los inmigrantes. Quien esto escribe ha andado durante años de acá para allá y piensa que los individuos que no viven del Estado deberían poder moverse por el mundo con razonable facilidad. De hecho, los canadienses somos muy dados a ello. Los canadienses, dicho sea de paso, emigramos de uno en uno, o sea, como individuos.
En el mundo occidental, "la inmigración" es una cosa y "los inmigrantes" otra. Las causas hay que buscarlas en las sociedades de acogida, no en los inmigrantes. En un momento dado, las democracias más avanzadas del planeta decidieron que la inmigración en masa era algo bueno, con independencia de quiénes fueran los que migraban, de las consecuencias económicas de la misma, etcétera. Estamos ante una manera relativamente novedosa de concebir el Estado-nación.
 
Hace unos años la ministra canadiense Hedy Fry dijo, con una punta de desprecio, que no entendía por qué la gente armaba tanto alboroto con la inmigración ilegal, pues a fin de cuentas los primeros hombres blancos que pusieron el pie en el país tampoco pidieron permiso a los pueblos que ya estaban aquí. Si tenemos en cuenta, por ejemplo, la deslegitimación del Estado canadiense que subyace a tales palabras, podría decirse, qué sé yo, que el discurso de la Fry era un pelín incendiario. Pero claro, la Fry era por aquel entonces ministra de la Corona, y nadie esperaba que el jefe del Ejecutivo, Jean Chrétien, le cantase las cuarenta. Ahora, como se te ocurra poner en cuestión la inmigración, aunque sea con toda la cautela del mundo, corres el riesgo de ser inmediatamente demonizado por racista.
 
Los canadienses nos tenemos por gente muy maja, de ahí que el mero hecho de hablar de inmigración se considere por estos lares un ataque no tanto al extranjero como a la imagen que tenemos de nosotros mismos.
 
Sean cuales sean las virtudes que adornan a la inmigración, depender de ella es signo de profunda debilidad estructural, y así debe considerarse. El Departamento de Estadística acaba de divulgar los datos del censo de 2006, y el grueso de la prensa se ha limitado a ejercer de altavoz de las instancias oficiales. "El censo muestra el auge de las ciudades", ha comentado el Globe and Mail. Es verdad: nuestro país es cada día más urbano. Por su parte, la CBC ha destacado que tenemos la más alta tasa de crecimiento demográfico de entre los miembros del G8. También es verdad. Pero ya va siendo hora de que nos acerquemos al meollo de la cuestión.
 
De los 1,6 millones de nuevos canadienses que nos ha deparado el período 2001-2006, sólo 400.000 son fruto del crecimiento natural de la población, es decir niños; el resto, o sea 1,2 millones, o sea el 75% del total, es fruto de la inmigración. En EEUU, en cambio, el 60% del crecimiento demográfico hay que anotárselo al crecimiento natural.
 
Así pues, no son buenas, sino malas, las noticias que se nos presentan. Seguimos siendo un país demográficamente débil. EEUU puede asegurar el recambio generacional con la tasa de fertilidad de las estadounidenses (2,1 hijos por mujer), no necesita en este punto el aporte de los inmigrantes; Canadá, en cambio, con sus 1,5 hijos por mujer, está inmersa en una profunda decadencia demográfica. Aquí, 10 millones de padres tienen 7,5 millones de hijos, 5,6 millones de nietos y 4,2 millones de tataranietos. O sea, que nuestro árbol familiar está boca abajo. Imagine cuál será el esplendoroso futuro de nuestros programas sociales; y eso si a los locos bajitos no les da, cuando crezcan unos cuantos palmos, por poner rumbo al sur, o sea a EEUU, para no cargar con esas tasas impositivas del 70% que tienen por objetivo pagar las pensiones del abuelo y su cuadrilla.
 
Los canadienses nativos (con perdón) somos ya una minoría del 25% en lo que atañe al crecimiento demográfico, y en el futuro seremos una minoría todavía más minoritaria. De hecho, el recambio generacional está en el alero. "Canadá" corre el riesgo de acabar siendo sólo el nombre de un código postal. No, si al final van a acabar llevando razón los yonquis de lo modelno que pretenden reescribir ese pasaje del himno que habla de la "tierra natal".
 
Hasta la década de los 90, el año de la inmigración por excelencia fue 1913, cuando arribaron a nuestras costas 400.000 "nuevos canadienses". Que ellos se tuvieran por tales es harina de otro costal, pues la mayoría eran súbditos británicos que cambiaron una zona del Imperio por otra. En este sentido, aquello no fue en modo alguno una "inmigración", o al menos no en el sentido que damos a este término hoy en día. En cambio, lo que nos dice el censo de 2006 es que el Canadá del siglo XXI será una empresa que estará casi exclusivamente en manos extranjeras.
 
Por lo que hace al Estado canadiense, no es que no esté preocupado por esta externalización sin vuelta atrás: es que le da la bienvenida y la jalea. Así, los antimonárquicos como John Manley y Brian Tobin suelen articular su discurso sobre la premisa de que, en un Canadá cada vez más diverso, no cabe esperar que los inmigrantes procedentes de Siria o Bielorrusia se sientan vinculados a la Familia Real.
 
Es éste un argumento curioso donde los haya, incluso en países tradicionalmente receptores de inmigrantes: que los forasteros tengan derecho a decidir no qué tradiciones de sus países de origen quieren conservar, sino cuáles del nuevo van a aceptar. Sí que es curioso, sí. A mí me da que sonaría un poco raro en la mayoría del planeta: ande, váyase a trabajar a Arabia Saudí y suelte algo parecido sobre su Familia Real, a ver qué le cuentan.   
 
Total, que si compramos la moto que nos están vendiendo Manley y Tobin estaremos aceptando el principio de asimilación a la inversa, ese que predica que seamos los canadienses los que nos asimilemos a los inmigrantes.
 
He aquí la madre del cordero. No para la Reina, ciertamente. Ella lo superará, sea lo que sea lo que decidamos los canadienses. Si nuestros iluminados progresistas están tan convencidos de que los nuevos inmigrantes no van a aceptar la Corona, cabe preguntarse qué otras tradiciones de nuestro país correrán la misma suerte. ¿Cuántos canadienses serán aficionados al hockey dentro de 20 años (si es que para entonces quedan equipos de hockey)? ¿Cuántos sabrán quién fue Sir John A. Macdonald? ¿Qué recordarán el Día del Recuerdo?
 
El bloguero de Toronto Mark Collins ha comentado, a propósito de los datos del censo: "Éste no es el Canadá de nuestros abuelos". Collins aludía a la creciente urbanización del país, pero sería más certero aún decir que el actual Canadá es una nación sin abuelos, sin tradiciones. Según StatsCan, el 93% de los inmigrantes que llegaron entre 1991 y 1996 reside en centros urbanos. También aquí encontramos una diferencia con EEUU, donde la población se está desplazando hacia los distritos rurales y las afueras de las grandes ciudades. Lo cual ayuda, por cierto, a explicar su saludable tasa de fertilidad: EEUU es uno de los lugares del mundo desarrollado donde más barato resulta hacerse con una casa con cuatro dormitorios y un jardín digno de tal nombre. ¿Quién está por la labor de criar a tres niños en uno de esos impagables apartamentos característicos de las ciudades?
 
No parece que la urbanización de Canadá vaya a hacer algo por mejorar nuestra tasa de fertilidad, que está en niveles cuasieuropeos; en cambio, introducirá un elemento de tensión en nuestra forma de organización territorial. ¿Se puede gobernar sobre seis áreas metropolitanas de la misma manera que sobre una confederación de diez provincias? Nada salvo la nostalgia podrá justificar el mantenimiento de las provincias atlánticas como entidades autónomas.
 
En 1913 sabíamos más o menos quiénes eran esos 400.000 recién llegados. Sin embargo, no tenemos una idea muy clara de quiénes son esos 300.000 inmigrantes que se asentarán cada año en nuestro país en el futuro inmediato. ¿Qué harán los chinos, venirse para acá o quedarse en casa, confiados en poder contar con buenas oportunidades económicas en su propio país? En cuanto a los jubilados europeos, ¿optarán por dejar atrás las turbulencias del Viejo Continente? Y los judíos franceses, ¿seguirán emigrando en gran número al Quebec, como vienen haciendo últimamente? ¿O acaso la cosa va a acabar degenerando hasta el punto de que podamos hablar, como decía el otro día Le Journal, de "Montrealistán"? Vaya usted a saber. El caso es que el Canadá del mañana tendrá la forma que le quieran dar quienes asienten sus reales por aquí.
 
Para mayor gloria del multicuturalismo, en su momento decidimos externalizar nuestro futuro. Ahora ya no nos queda otra que cruzar los dedos y esperar que la suerte nos sonría...
 
 
© Mark Steyn

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