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¿QUÉ HACER ANTE LA DECADENCIA DEL VIEJO CONTINENTE?

¿Protagonizará Europa el siglo XXI?

Pocos son ya los que dudan –salvo quizá la misma clase política que pide el voto para Europa sin decir por qué ni para qué– de que bajo la crisis económica europea late una crisis de las instituciones; de las comunitarias como de las nacionales.

Pocos son ya los que dudan –salvo quizá la misma clase política que pide el voto para Europa sin decir por qué ni para qué– de que bajo la crisis económica europea late una crisis de las instituciones; de las comunitarias como de las nacionales.
A los problemas financieros y de empleo se une el descrédito generalizado de las instituciones, el despiste cívico de la ciudadanía y una sensación de frustración social cada vez más extensa. La crisis, sin duda alguna, no es sólo ni fundamentalmente económica. Esta es la tesis que el GEES defiende en su último informe, "Ante la decadencia de Europa", producto de meses de investigación por parte de analistas y colaboradores.

Todos los parámetros de la Europa actual remiten a un crash civilizacional de primer orden: demográficamente, los europeos han dejado de tener hijos, son incapaces de garantizar el relevo generacional y caminan hacia una Europa menos poblada y más envejecida. Para los economistas, las consecuencias futuras son evidentes, pero ya hoy los europeos trabajan y producen poco, y resultan escasamente competitivos. Por si fuera poco, las calles europeas son cada vez más inseguras; y aquí se percibe una profunda brecha entre autoridades y ciudadanos: mientras las primeras hablan de que las cosas cada vez van mejor, los segundos lo que ven –desde sus ventanas– es el auge de la criminalidad organizada, del tráfico de drogas y personas. En cuanto a la política exterior y de defensa, cualquiera que siga al GEES puede enumerar fácilmente los problemas del Viejo Continente: falta de ambición, retraimiento intelectual, apaciguamiento, realpolitik –en el peor de los sentidos–, escaseces presupuestarias en defensa, deslealtad hacia EEUU –que además es visto con suspicacia–, etc.

Ni intelectual ni históricamente es nueva la idea de la decadencia europea. En el pasado, el continente se ha encontrado en graves dificultades y crisis estratégicas, y el siglo XX fue el de la retirada progresiva, con las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. Por otro lado, Europa ha vivido intelectualmente siglos de luces y de sombras, de refinamientos intelectuales y barbaries sin cuento.

Francisco de Goya: SATURNO DEVORANDO A SUS HIJOS.¿Qué es lo que ha cambiado? Pues que, ahora, por todo el continente se extiende el pensamiento caníbal, una mentalidad que se vuelve contra los fundamentos mismos de Europa: los ataca, los socava, los persigue. Primero, Europa comenzó concibiendo culturalmente el cristianismo como una creencia íntima más, y luego siguió rechazando la filosofía, la ética, la lógica y hasta la retórica. El supuesto proceso de secularización, ahora laicismo, tiene una lógica propia, que es insaciable: hoy en día, para ser respetuoso y tolerante se ha de atacar inmisericordemente toda la herencia cultural europea, todos sus valores morales e intelectuales. Este nihilismo caníbal se observa en casi todas las manifestaciones de la cultura europea, desde la política o la educación hasta el arte, la pintura o la escultura. Todo en nombre de la liberación del hombre.

Este autoodio tiene una segunda manifestación en la interpretación del pasado: el rechazo obsesivo y enfermizo de la historia europea, que tiene en la leyenda negra sobre la colonización su ejemplo más claro. Da igual que la historia muestre que los países que estuvieron más cercanos a las metrópolis hayan progresado más que los no colonizados: los europeos se acusan a sí mismos de todas las calamidades del mundo, ya sean enfermedades, el cambio climático, las guerras y, cómo no, el terrorismo.

Este doble proceso de autoodio –cultural, histórico– lastra a Europa en casi todos los órdenes. Avergonzado de sí mismo, acomplejado ante los demás, el Viejo Continente se retrae en política internacional, abandona a sus aliados y cualquier aventura en el exterior para refugiarse en sí mismo. Descuida su seguridad y su defensa, discrimina positivamente a minorías radicalmente antioccidentales, cede ante quienes, desde Moscú a Teherán, le amenazan y alimentan su mala conciencia. Sin ilusión ni horizonte alguno, sin guías intelectuales o morales, ni el esfuerzo económico ni el sacrificio institucional tienen sentido.

Así las cosas, ¿qué perspectivas se abren a la Europa de dentro de cincuenta años? Como modelos, ideales-tipo históricos, el GEES ha barajado cuatro escenarios. En primer lugar, Europeistán, la Europa islámica que algunos han pronosticado para finales de siglo y otros para bastante antes. Dos factores avalan este punto de vista: 1) el contraste brutal entre la crisis poblacional europea y el auge demográfico de los musulmanes del continente, que lleva al pronóstico de que la mayoría de los habitantes de Europa serán musulmanes en cincuenta o setenta años; 2) la asimetría ideológica y moral entre europeos e inmigrantes musulmanes. Mientras los primeros no van a misa, no creen y creen que creer es malo, los segundos rezan fervorosamente y creen en lo que creen. La lógica histórica de esta mezcla de demografía y fe hará el resto en los próximos decenios.

Claro que el declive europeo puede no ser tan agudo ni tan espectacular. Con un pasado esplendoroso, pero incapaz –demográfica, estratégica o económicamente– de seguir el pulso de los tiempos, Europa se deslizaría progresivamente por el tobogán de la historia, sin prisa pero sin pausa. Con un bienestar envidiable, los europeos verían cómo el continente perdería posiciones en el mundo hasta convertirse en un balneario gerontológico, sujeto a unos cambios mundiales en los que no participaría, pero a los que estaría sujeta. Puede, pues, que en Europa se siga viviendo magníficamente, y que nos acabemos hundiendo sin sufrimientos agudos ni espasmos sociales. La civilización europea, el Eurotitanic, se apagaría entre los acordes del Estado del Bienestar.

Pero también es perfectamente posible que el proceso de secularización y desespiritualización desemboque en un despotismo de signo diferente. Europa –la comunitaria, la nacional, la local– es cada vez más vorazmente burocrática, y sume a los ciudadanos en una maraña administrativa que amenaza directamente sus libertades como nunca antes. El avance de la ciencia y de la técnica, puestas al servicio del Estado, está creando a marchas forzadas una nueva servidumbre, la de la persona controlada, vigilada, dependiente para nacer y para morir de las directrices estatales, con una vida reducida a los goces y placeres materiales, pero incapacitada legal y administrativamente para tomar decisiones. Además de los avances de la ciencia y de la técnica, hacia este panorama empuja el pensamiento débil, que tiene como modelo al hombre light, preocupado por pequeñeces y ajeno a responsabilidades o decisiones humanas trascendentales, que quedarían en manos de un Estado omnipotente, omnipresente y despersonalizado. No cuesta demasiado ver en este escenario la pesadilla huxleyana y orwelliana que tanto han temido los liberales de los dos últimos siglos.

Siendo la decadencia un hecho, la gran pregunta se nos impone: ¿estamos realmente asistiendo a los últimos decenios de la civilización europea? Si Spengler tenía razón, entonces la civilización europea nació, creció, se expandió... y asiste hoy a sus últimos días: Europa no protagonizará el siglo XXI. Nada podrán hacer sus clases dirigentes, intelectuales y políticas, por evitar un destino ya sellado. Por el contrario, si hay un resquicio para revertir el proceso, o al menos detenerlo, las élites continentales deberían ponerse manos a la obra. ¿Se puede? ¿Lo quieren? ¿O, siendo los dirigentes del proceso de descomposición, son más bien un problema que una solución?

El problema de una sociedad en decadencia estriba en su estructura sociológica. Las instituciones no son más que la concreción del orden socio-cultural de una comunidad. Y sin embargo no puede ser más que desde las élites políticas y culturales –las primeras, embarcadas ahora en plena campaña electoral por todo el continente– desde donde se revierta el proceso.

Puesto que el mayor problema europeo actual es el autoodio, sólo sofocándolo será viable Europa en el futuro: lo que el GEES propone es un rearme moral que incluya principios políticos, morales y religiosos. Por escandaloso que parezca en la era de la secularizacion, una Europa no cristiana no tendrá cabida en el futuro.

Institucionalmente, es de todo punto imprescindible velar por el Estado de Derecho y el Imperio de la Ley en todo el continente; por que no haya guetos raciales o religiosos ni excepciones. Culturalmente, debería apostarse por la verdad cultural e histórica, por la defensa de los valores y principios europeos. El pasado del continente tiene muchas más luces que sombras. Por cierto, aquí el papel del cristianismo, como sostén moral, debe ser fundamental.

La recuperación pasa, asimismo, por que Europa recupere su misión histórica, que constituye su razón de ser. Evangelizando, civilizando o democratizando, Europa ha unido su propio progreso al del resto del planeta. Con su bienestar económico, su estabilidad institucional y su liderazgo moral y técnico, tiene cierta responsabilidad ante la humanidad entera; responsabilidad que hoy ha abandonado, para dedicarse sólo a sí misma. Hoy en día, con el expansionismo bolivariano, el afán por nuclearizarse de Irán y el despertar del gigante ruso, la misión europea debe apuntar hacia la defensa, mantenimiento, el fortalecimiento y la expansión de la democracia, o al menos de un régimen medianamente digno.

Éstas son sólo algunas propuestas, no todas; propuestas factibles para una Europa que sea consciente de lo que se juega, que no es otra cosa que el siglo XXI. La pregunta no es, por tanto, "¿Se puede?", sino: "¿Se quiere?".


© GEES

NOTA: El informe "Ante la decadencia de Europa" será presentado el próximo miércoles, en el NH Príncipe de Vergara de Madrid, a las 19 horas.
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