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Parecía imposible encontrar un caso que representase de forma tan dramática el grado de politización, corporativismo y corrupción de la Administración de Justicia en España como el que ha tenido como víctima al juez Liaño y como verdugo implacable al Juez Defraudador, que a estas horas todavía no ha anunciado su renuncia al cargo que tan inmerecidamente ocupa en el Tribunal Supremo. Pero la dimensión grotesca que los compadres universitarios del magistrado peronista están dando a las últimas andanzas del implacable cortejador de periódicos han convertido el caso Liaño en caso Bacigalupo y ahí, en esa ciénaga, sobrenada el escándalo ante la pasividad cómplice de los magistrados del Supremo y del CGPJ, que no le hacen ascos a ninguna compañía o, como se jactan en semipúblico los polanquistas, tienen todavía más cosas que ocultar que el Zorro Plateado de las Pampas.

Pero, privado de su escandaloso carácter político y de vendetta empresarial, ni siquiera el caso Bacigalupo, antes Liaño, puede competir en irregularidades clamorosas, injusticias flagrantes y decisiones espeluznantes con el caso del "Narco Volador". Nunca se había sacado de la cárcel a un narcotraficante atrapado con diez toneladas de cocaína y petición de sesenta años de cárcel en vísperas de juicio con cinco milloncitos de fianza, nunca se habían demostrado irregularidades técnicas que en siglos más severos llamarían delitos, como firmar sentencias sin leerlas, tampoco favoritismos con el justiciable que han llegado a encuentros nocturnos del juez con la señora del inculpado, llamadas telefónicas directas de los jueces a los abogados del supernarco, ni habían aparecido personajes tan pintorescos como un psiquiatra –a la espera de la suspensión ritual por prevaricación que afecta a todos los responsables de las cárceles madrileñas, sin excepción– que guardaba millones en fondos de armario pero que disponía de un abogado locuaz capaz de predecir en La Linterna el resultado final del caso: el psiquiatra será al final el único culpable y unos jueces declararán inocentes a todos los demás, por muchas evidencias que les acusen. Ni Nostradamus.

Por si todo eso fuera poco, ahí quedan las imágenes de las escandalosas manifestaciones de adhesión, en las puertas de la Audiencia Nacional, a favor de los tres jueces separados del caso –que se empeñaron en comenzar–, las vibrantes notas de protesta de las asociaciones judiciales, en especial la de Jueces para la Democracia, en defensa de la probidad de López Ortega (casualmente el gran amigo de la señora Fernández de la Vega, segunda de Belloch en Justicia y actual amazona del Grupo Parlamentario Socialista) y sus no menos probos compadres de la “Sala de Puertas Abiertas” de la Audiencia Nacional, donde han sacado libres a más de la mitad de los etarras que ha metido Garzón. Para colofón de esta tragedia, sólo faltaba el empeño de dos jueces, uno por lo administrativo y otro por lo penal, adelantándose irregularmente el uno al otro, para dictaminar y hacernos creer a todos que en el caso del "Narco Volador" no ha pasado nada. ¿Algún error? Puede, porque humanos somos todos, pero sin indicios de mala intención. Prevaricación, ni mencionarla.

Menos mal que el fiscal Luzón, con su durísimo recurso al pastel absolutorio, no ha deparado el frágil consuelo de confirmar que los ciudadanos corrientes no estamos locos, que todo este asunto apesta a prevaricación, que no se ha hecho una a derechas ni se ha tomado decisión que no esté torcida y bien torcida y que el empeño de los jueces en salvar a sus colegas hace mucho tiempo que vulneró las fronteras de la ética para saltar las más groseras bardas de la estética. Flaco consuelo. Pero no tenemos otro. Una depuración de la Administración de Justicia para que no lo sea de Injusticia, como ahora, ni siquiera lo alcanzamos a soñar.

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