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Federico Jiménez Losantos

Aznar, del pretérito perfecto al futuro imperfecto

En teoría, quedan tres años largos para hacer el balance de lo que Aznar acabará suponiendo en la asenderada vida política española, a caballo entre dos siglos, dos milenios y, sobre todo, dos épocas en la vida nacional. En la práctica, este 2001 que hoy comienza será decisivo para labrar su perfil histórico. Puede darse por hecho que, salvo catástrofe, su legado en materia económica será indudablemente positivo. Bastará con que mantenga sin quebrantos serios, y aunque sea en tono menor, la línea de los últimos cinco para que pase a la Historia como el gran saneador de nuestra economía. Acaso como el gran modernizador. Si el proceso de reformas pasara de la cosmética a la cirugía, podría incluso convertirse en el parteaguas de cualquier evaluación cuantitativa de la España contemporánea.

Pero, por suerte o por desgracia, la política no se limita ni se deja limitar por la cantidad. Es la cualidad, es decir, la calidad de un liderazgo, los contenidos morales que lo informan, la evolución institucional que promueve, el sentido nacional que lo anima los que finalmente definen un retrato, una valoración, un juicio histórico. Y en este año, Aznar no va a ser, no va a poder ser solamente, el hombre-milagro de la derecha española; no le basta tampoco con demostrar que nadie ha entendido los equilibrios presupuestarios como él desde hace décadas; no es siquiera suficiente con que abandone la presidencia del Gobierno por propia voluntad y por prurito de ejemplaridad. Va a ser él como persona, como jefe de partido y como líder nacional lo que deberá definir, esto es, definirse. Y no podrá hacerlo cuando quiera, sino cuando deba, que será cuando la gente crea que debe y no cuando le apetezca a él.

El Presidente del Gobierno está tan cerca del pretérito perfecto, del pleno acierto en su quinquenio dorado, que ni ve ni, por las señales que emite, quiere ver el nuevo tiempo en el que se conjuga el verbo gobernar, que ya no es ni será más el presente sino el futuro imperfecto. Porque el futuro perfecto no pertenece, políticamente hablando, a los tiempos del verbo, sino a la cartomancia y la adivinación popular, a la rappelancia de andar por casa o, si preferimos la conjugación "a lo divino", a las atribuciones del Verbo, con mayúscula. Aznar no tendrá nunca un futuro como su pasado. Y es un error monumental, en el que muy probablemente caerá, pensar que su modo de acertar contra todos es infalible e imperecedero. Esta vez no se trata de prever un resultado electoral, sino de algo a la vez más fácil y más difícil: decidir una despedida. Y para eso no hay más mérito comparable al de la inteligencia que el de la generosidad.

Aznar tiene que demostrar, en el caso de que quiera hacerlo, que el PP sin Aznar es mucho más sólido que antes de Aznar; que el candidato del PP es más poderoso en el 2004 que en las cuatro convocatorias anteriores, cuando Aznar supo pasar del cero al infinito; que, a diferencia de González, él no se va en falso para quedarse o para volver de inmediato, sino que se va en serio a otra cosa que no es la Moncloa o sus alrededores. Para eso tiene que organizar su sucesión en el partido y hacer que sea el PP y no sólo Aznar el que decida o al menos aparente decidir ese candidato que debería reemplazarlo. Decir que uno se va resulta relativamente fácil. Irse es mucho más difícil. Aznar presume de que no le gusta perder ni a las chapas. Pues bien, tiene que saber perder el poder. Y tiene que empezar a perderlo ya, en este año auroral del siglo. O lo que perderá le va a doler infinitamente más. Y no perderá él solo.

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