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Hace ya bastantes años, particularmente desde la caída del Muro y la desaparición fragmentada de la URSS, que se viene temiendo un ataque terrorista con material nuclear. La desaparición de parte del arsenal atómico de países sometidos al poder soviético como Ucrania y la consolidación de mafias político-militares sobre los escombros del poder comunista ponía al alcance de los terroristas un arma de devastación masiva.

Y por desgracia, sobran aspirantes a desencadenar el Apocalipsis, desde psicópatas comunes a terroristas islámicos. Las revelaciones de Ashcroft sobre la detención de un miembro de Al Quaeda que planeaba un atentado con capacidad de esparcir algún tipo de contaminación nuclear son lo suficientemente brumosas como para ahorrar a la opinión pública el escalofrío, pero también lo suficientemente claras como para constatar que el fantasma del “terrorismo atómico” puede hacerse realidad. Lo es ya.

Pero no parece que, fuera de los Estados Unidos, el mundo se haya tomado realmente en serio la magnitud del desafío fundamentalista. Más bien parece que importantes sectores de la opinión europea, infectados de antiamericanismo, se regocijan ante la repetición o la ampliación a gran escala de una catástrofe como la de las Torres Gemelas. Y, desde luego, no parece que los regímenes árabes llamados “moderados” estén realmente movilizados para eliminar a los fervorosos criminales que producen los mulás. O, al menos, para intentarlo.

Basta ver la escena de Mubarak disculpando a Arafat en su última visita a los USA para ver hasta qué punto los norteamericanos están solos en su lucha contra el terror. Esperemos que su voluntad de supervivencia triunfe sobre la imbecilidad suicida de sus aliados. Pero, racionalmente, son ganas de esperar contra toda esperanza. El panorama no puede ser más sombrío, por el tipo de amenaza y por la inconsciencia de un mundo que ha olvidado Chernobil y cómo la contaminación nuclear no respeta fronteras. La estupidez es la mejor aliada del terrorismo.

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