Dígase lo que se diga, la Historia no juzga nada y a los historiadores ya los conocemos: hay de todo, como en botica. Pero si los "botiguers" de la historiografía nacionalista juzgaran con un mínimo de rigor el desastre político catalán y español que está desarrollándose ante los ojos pero a espaldas de la ciudadanía, deberían escribir sus crónicas a solas para evitar el rubor intelectual que produce el espectáculo. Nunca en nombre de la libertad de los pueblos se despreció tanto a un pueblo o, si se quiere, a dos: al español y, dentro de él, al catalán.
Nadie quería un nuevo Estatuto de Autonomía en Cataluña salvo la casta dirigente político-mediático-empresarial nacionalista para mandar todavía más y aún con menos control. Pero precisamente porque no había nadie vigilando un proyecto que era simple ambición de poder (de mantenerlo por parte del tripartito PSC-ERC-IC y de acrecentarlo por parte del nacionalismo en general), el proceso ciego de un Estatuto de máximos se desarrolló entre la complacencia aldeana y la indiferencia lejana, entre la lerda artificialidad barcelonesa y la estúpida naturalidad madrileña con que Gobierno y oposición suelen desentenderse de todo lo que pasa en la España profunda lejos del disfrute presente o soñado de la Moncloa. El desaforado Estatuto, que tan displicente y cómodamente dio por imposible el PPC de Piqué, salió adelante contando con que ya lo recortarían en Madrid, pero resulta que Zapatero no se dedicó a su poda sino a su abono, para así cambiar la alianza de ERC por la de CiU y dar a luz un nuevo régimen al estilo mexicano en el que el PP nunca pudiera ser alternativa al PSOE y sus aliados de plomo vasco reconvertido y oro catalán gasificado.