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Federico Jiménez Losantos

Emily Saint-John Mandel, después de Navidad

Hay algo masivo y delicado en la civilización, en una cerámica y un poema de la Dinastía Tang y en los puentes de Alcántara y de San Francisco.

Compré Estación Once, primer libro de Emily Saint-John Mandel traducido al español (Kailas Ficción), porque llegaba la Navidad. Antes de vacaciones, suelo pasar por las librerías Miraguano y Pasajes y compro algo clásico, algo nuevo y algo absurdo, el tipo de libro que uno no compraría de no esperar días con más horas que de costumbre. Y este año fueron Balzac, Paula Hawkins y la portada más fea –para mi gusto- de la mesa de novedades: una corona rota sobre fondo de color cobre herrumbroso y una cita de George R. R. Martin. Pero aunque no le perdone lo de John Snow y aguarde para leer su saga al final de la serie Juego de tronos, hay frases de portada capaces de vender libros, y ésta es una de ellas: "La mejor novela que leí en 2014. Un libro que recordaré durante mucho tiempo y que volveré a leer". Así que lo compré.

Y el día de Nochebuena, al llegar a la página 182, leí, vi, como algo brillando en el árbol, esta frase:

Jeevan se encontró pensando en lo humana que es una ciudad, lo humano que es todo. Todos se lamentaban de la impersonalidad del mundo moderno, pero él no creía que eso fuera cierto, nunca había sido impersonal ni mucho menos. Siempre había habido una infraestructura masiva y delicada de gente trabajando a nuestro alrededor sin que nos diéramos cuenta y, cuando la gente dejó de ir a trabajar, toda la operatividad del mundo se detuvo. Nadie fue a llevar gasolina a las gasolineras ni a los aeropuertos. Los coches se quedaron tirados. Los aviones no pudieron volar. Los camiones permanecieron en sus puntos de origen. La comida no llegó a las ciudades y las tiendas de alimentación dejaron de abrir. Los negocios cerraron y sufrieron saqueos. Nadie fue a trabajar a las plantas de energía ni a las subestaciones, nadie quitaba los árboles caídos sobre los tendidos eléctricos. Jeevan estaba de pie junto a la ventana cuando se quedaron sin luz.

Creo que este es el concepto más genuinamente antimarxista con que me he tropezado desde la primera novela de Ayn Rand y el último libro sobre los archivos del KGB de Vitali Chentalinski: "Una infraestructura masiva y delicada". Porque hay delicadeza en las masas. O, mejor, para no enmendarle la plana a Elías Canetti: porque en cada uno de los individuos de la masa puede haber algo delicado, sutil, generoso, anónimo. Y porque existe un anonimato generoso por naturaleza: el de la ciudad, el de la civilización.

En la foto de contraportada, esta escritora nacida en Canadá (1979), que vive en Nueva York y trabaja en The millions, parece una Audrey Hepburn desmejorada, rescatada de alguna catástrofe posterior al fin de los vampiros y los walking dead. Es una belleza apenas agostada, levemente post-apocalíptica, como el género al que pertenece su novela. Aunque ésta empiece y termine con un Rey Lear que justifica la corona rota de la portada color cobre, la historia trata de una compañía de teatro, la Sinfonía Viajera, que vaga por un mundo terrible y casi vacío después de que una peste porcina haya mutado y contagiado a través de un vuelo salido de Moscú a casi toda la Humanidad y haya terminado en pocas semanas con la civilización contemporánea: no hay móviles, ni tabletas, ni ordenadores, ni internet, ni radio, ni televisión, ni prensa, ni agua corriente, ni luz eléctrica, ni tiendas, ni vacunas, ni antibióticos, ni hospitales, ni carreteras, ni trenes, ni aviones, ni policía, ni Ejército, ni Estado, ni otra cosa que lo que ha habido en la mayor parte de la historia de la Humanidad: peste, miedo, violencia y la frágil esperanza en un mundo mejor, eso que algunos llaman, en estos días, el Espíritu de la Navidad.

En realidad, lo importante de esta novela es lo que tiene de reflexión delicada sobre lo que masiva, aplastantemente nos agobia en estos tiempos. Aturde ver a tantos jóvenes anclados a un móvil, pero ¿y si –atendiendo a nuestros deseos- de pronto desaparecieran los móviles? ¿Cuántas cosas desaparecerían con ellos? ¿Cuánto ha inventado la Humanidad para llegar hasta aquí, aunque nunca sepamos qué significa exactamente "aquí" o por cuánto tiempo? Hay algo, efectivamente, masivo y delicado en la civilización, en una cerámica y un poema de la Dinastía Tang y en los puentes de Alcántara y de San Francisco. Hay tanto mérito, tanto trabajo de tanta gente detrás de cada objeto que compramos sin pensar y usamos sin entender que sólo ante la posibilidad de que todos los objetos y casi todos los sujetos desaparecieran, el mundo recobraría su significado, como cada mañana después de cada noche desde hace miles de años.

Dicho de otro modo: voy a mandar por internet desde una isla a un continente este artículo que estoy terminando de escribir en un ordenador, a la luz de un flexo, sobre una novela que una canadiense llamada Emily St-John Mandel publicó el año pasado, se tradujo éste y compré la semana pasada por recomendación del autor de una saga de novelas que he conocido gracias a una serie de televisión. Y porque era Navidad. Creo que de eso trata todo.

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