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La elección matrimonial del Príncipe de Asturias —que buena parte de la opinión pública española empezaba a considerar prácticamente imposible— despeja una incógnita que gravitaba ya pesadamente sobre la institución monárquica pero también plantea muchas cuestiones que se irán perfilando en los días o meses venideros: la nula formación de la futura reina de España para el cumplimiento de sus deberes institucionales, su condición de divorciada, el ex marido que informativamente pudiera aparecer, los naufragios precedentes en la vida sentimental del Príncipe (algunos tan estrepitosos como los de la modelo noruega Eva Sannum) y el corre-corre y el bulle-bulle que lo que antaño se hubiera considerado un "matrimonio desigual" inevitablemente trae consigo.
 
El Príncipe se casa por amor, o al menos no alcanzamos a entender en esta boda ningún poderoso motivo de interés que pudiera mover al Heredero de la Corona a violentar sus sentimientos. Esto tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Si el amor dura, favorecerá el sacrificio que los honores pero también las servidumbres de la Corona traen consigo. Si no dura, como hemos podido comprobar en otras casas reales europeas, el estropicio institucional puede ser mayúsculo. Sin embargo, adelantar los males sería injusto para los novios aunque no desleal para la institución. Hemos dicho aquí muchas veces que el Príncipe debería casarse. Ahora que por fin lo hace, no vamos a discutir su decisión.
 

La Corona es hoy una institución muy importante para la nación española, que se halla violentamente asediada por el separatismo, sea terrorista, sea asociado al terrorismo; en ese sentido, la boda del Príncipe tendrá una inmediata repercusión política, que será la de la popularidad de la elegida. Nunca se sabe por dónde puede salir el pueblo soberano, pero, si se nos permite una discreta profecía, podemos adelantar que, al menos de momento, se mostrará encantado. ¡Española y guapa! Gustará.

 

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