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Federico Jiménez Losantos

La Corona, la Nación y la Libertad

Veinticinco años no son demasiados en la vida de una institución. Menos aún en el caso de la Monarquía, que cumple sus años por siglos y sus siglos por milenios. Para los españoles alfabetizados hablar de la Monarquía Hispánica es casi como hablar de España, hasta tal punto está inextricablemente unida al curso histórico de la nación. Y como sucede también con el cristianismo, esencial en la forja de lo hispano, no se pueden separar fácilmente las luces y las sombras ni, sobre todo, se puede negar que somos su fruto claroscuro, su resultado irreversible.

Pero los liberales pensamos que la mejor doctrina institucional es la que funda en la experiencia el respeto que merece. No hay institución eterna, salvo la de la libertad individual y aun esa tiene históricamente muchos moldes donde vaciarse. Pero la monarquía constitucional, única compatible con las ideas liberales, tiene dos siglos de vida entre nosotros, desde las Cortes de Cádiz, y en ese tiempo hemos tenido de todo: reyes buenos y malos; episodios malos y buenos, dentro de un mismo reinado; calamidades por tener un rey y calamidades por echarlo. De todo, como en botica. La única ley inalterable desde 1812 es que cuando el Rey ha sido bueno y respetuoso con la Constitución, es decir, considerado con la nación a la que se debe, España ha ido bastante bien. En caso contrario, le ha ido como a la Corona: fatal.

La Monarquía reinstaurada por Franco en la persona de don Juan Carlos I, heredero del titular de la Corona en el exilio, no debería ser juzgada por su legitimidad de origen -válida sólo para media España- ni tampoco por su legitimidad repristinada en el cambio de régimen -aparentemente válida para la otra media- sino por su fidelidad al conjunto del pueblo español y por su papel de escudo en defensa de las libertades. En ese sentido, el juicio global es indudablemente positivo, porque indudablemente positivo ha sido el desarrollo político y económico español del último cuarto de siglo. Y sería mezquino sobre miope negar el papel que el Rey ha jugado en el plano nacional y, sobre todo, internacional. Como representantes de España en el extranjero los Reyes no pueden hacerlo mejor. Y por ese camino empiezan a ir -ojalá no se tuerzan- el Príncipe y las Infantas.

¿No ha hecho nada mal, no ha hecho nada malo el Rey en todo este tiempo? Sería inhumano pensar otra cosa y, además, los hechos no permiten pensarlo. Uno de los males inherentes a la monarquía es la adulación cortesana y el tráfico de mercedes que florece a la sombra de la institución. Evitemos, pues, el vil halago cortesano y seamos sinceros: don Juan Carlos tuvo una etapa soberbia que fue la de la fundación, consolidación y defensa del régimen democrático. Sólo por eso, por los cinco años de UCD, tiene garantizado un puesto de honor en la Historia de España y es casi un mito internacional.

Pero el Rey ha tenido también años oscuros y comportamientos que lindan con lo tenebroso, que no se conocen mucho fuera pero que hemos padecido mucho y muchos aquí dentro. Sus relaciones personales con millonarios golfos o liberticidas millonarios, desde Conde a De la Rosa pasando por otras criaturas de la Era del Pelotazo y su complicidad activa o pasiva en la forja del despotismo felipista y en los atropellos del Imperio polanquista (que tiene secuestradas áreas enteras de la proyección insitucional de la Monarquía, como los Premios Príncipe de Asturias), mancharon su hoja de servicios a España y pudieron herir de muerte a la institución.

En un momento dado, el Rey se había convertido en la cabeza visible, aunque no ejecutiva, del régimen felipista, que pretendía incautarse de la democracia y declarar abolido el Código Penal en lo que a sus abusos se refiere. Por fortuna, hubo un momento en el que el Rey pudo haber consumado ese disparate: las elecciones del 96, y allí fue leal a la letra y al espíritu de la Constitución y, sobre todo, a las necesidades nacionales, facilitando la formación de gobierno por José María Aznar.

Desde entonces, aunque en determinados sectores sociales -especialmente en los medios periodísticos e intelectuales que se rebelaron contra el felipismo sufriendo graves quebrantos personales y profesionales- su figura quedase muy deteriorada, el Rey ha ido recuperando el prestigio de la institución, favorecido también por el renovado protagonismo de la Familia Real y en especial de la Reina y el Príncipe de Asturias. Los últimos años han sido en ese sentido casi tan buenos como los primeros. Y así debe constar.

Otro de los peligros que corrió y en los que a veces cayó el Rey fue el de la tentación de aceptar o fingir que aceptaba el "Pacto con la Corona" de los separatistas vascos y catalanes, a costa, naturalmente, de la desvirtuación y mutilación de la nación española. Creemos sinceramente que en este caso su voluntad última era servir a la nación, pero la prudencia alimenta en demasiadas ocasiones el equívoco y, en este caso, el equívoco era y es letal. Por suerte también, en los últimos años y ante las feroces embestidas del terrorismo separatista, el Rey ha vuelto a ser hacia fuera y, sobre todo, hacia dentro, lo que debe ser: la primera representación de España como nación y como proyecto político de libertad.

La crisis nacional que padece España, el terrorismo rampante y el ominoso y oneroso desmadre del Estado de las Autonomías acrecienta extraordinariamente el valor unitario de la institución monárquica. Es indudable la popularidad del rey y su Familia, que para la inmensa mayoría de los ciudadanos representan simplemente a España. Sólo por eso, sólo por esa función nacional, ya cabe defenderla y disculpar sus yerros, en especial si se aceptan como tales y hay propósito de enmienda. Nadie tiene la obligación de ser incondicional del rey. Pero el Rey debe ser incondicional de todos los españoles. De todos y no sólo de los que le caen bien o le molestan poco. En ese sentido, de la larga y agónica etapa final del felipismo han quedado muchas heridas abiertas que al rey corresponde cerrar.

En fin, el largo mensaje, casi una confesión general, emitido en forma de entrevista por TVE a toda España al cumplirse estos XXV años de reinado ha sido más que políticamente correcto, sencillamente emocionante. La monarquía se ha convertido en parte de nuestras vidas, es el paisaje de fondo de nuestra peripecia vital como españoles, es un último recurso milagrero para conjurar algunos males de la patria.

En el balance final de lo positivo y lo negativo de estos veinticinco años, el Rey puede presumir del éxito de su tarea y del afecto de sus conciudadanos, porque el primero es indiscutible y el segundo es abrumador. Pero quizás lo mejor que puede decirse de la Monarquía en este momento delicadísimo de la historia española es que es posible y deseable criticarla porque de ese modo se fortalece todavía más. Y ese fortalecimiento es bueno para la libertad de la nación española, a la que pertenecemos, a la que modestamente representamos, a la que devotamente servimos.

Como españoles, estamos con el rey constitucional de España. Como liberales, estamos y estaremos con el Rey que defienda la libertad. Si no estuviéramos convencidos de que, en conjunto, la Monarquía es buena para España, ahora mismo estaríamos pidiendo la República. Pero estamos celebrando estos veinticinco años de reinado de Juan Carlos I y esperamos poder hacer otro tanto y con mayor motivo dentro de otros veinticinco. No somos incondicionales de nadie, pero sí somos y seremos leales a lo fundamental: España y la libertad.

En España

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