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El problema de los superjueces españoles en sus muy diversas ramas —heroica, pícara, protoprevaricadora y de facción política— es que los conocemos demasiado. Ya ni siquiera logran escandalizarnos y pocas veces logran asombrarnos. Por eso mismo hay que reconocerle a Garzón esta última capacidad en grado superlativo y en trance desesperado. Sólo él podría reabrir, en vísperas de su posible y todavía probable sanción y apartamiento de la Audiencia Nacional, ni más ni menos que la saga de crímenes del GAL, materia sobre la que cimentó su fama, luego su carrera política en el felipismo, luego su vuelta a la carrera judicial para vengarse de González, luego la peana para ir a por Pinochet, luego la excusa para ir contra Liaño y a favor de Polanco, luego la forma de compensar la lucha contra ETA y, finalmente, o sea, hasta ayer mismo, esa hagiografía firmada por Pilar Urbano que es un monumento la vanidad, la codicia y la cursilería.

Pero aunque apreciemos literariamente, en la estela de Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón y otros héroes de la picaresca, las contorsiones magníficas cuanto grotescas de Garzón, no podemos admitir que haya jueces cuyos sumarios tienen la moviola incorporada y van hacia adelante y hacia atrás, se paran y se aceleran, se duermen y se despiertan según les conviene a ellos —a los jueces, no a los casos— en función de sus intereses inmediatos y particulares. No puede haber una Justicia así porque no es Justicia. No puede haber jueces así porque no son jueces. Y aunque Moscoso no merezca más que un garzón y Garzón no merezca más que un moscoso, los ciudadanos que pagamos el sueldo de ambos, y de toda la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional y del desprestigiado por politizado Consejo General del Poder Judicial no nos merecemos pagar los platos rotos de tantísima toga sin escrúpulos.

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