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El acto de la Fundación para la Libertad celebrado en el Pabellón Euskalduna de Bilbao ha sido, sin duda, el más emotivo, brillante, importante y trascendente de todos los celebrados en España con motivo del XXV aniversario de la Constitución. Al lado de los discursos de Redondo Terreros y sus amigos en la primera trinchera, si no la última, donde se defiende la nación, palidecen todos los demás. Todos, sí, incluido el del Rey, que no ha debido de ser muy bueno cuando cada cual puede interpretarlo como le da la gana, hasta ese enemigo de la libertad y de España llamado Gaspar Llamazares.
 
Hubo una época, la del inminente peligro golpista o la de la espiral golpismo-terrorismo, en la que al Rey se le entendía todo en sus discursos, hasta en Navidad. Cuando no se le entiende nada o no se le entiende con la suficiente claridad es que algo no funciona. Probablemente, lo que falla es que los Reyes, el Príncipe y su prometida, las infantas y sus maridos, Froilán y los otros tres nietos, más los primos, tíos y sobrinos de todas las ramas del frondoso árbol borbónico acuden a los más diversos actos culturales, deportivos, sociales, recreativos y benéficos. También a los funerales, especialmente si los muertos son militares caídos por España en el extranjero. Sin embargo, nadie espera que algún miembro de la Familia Real asista a un acto como el del Euskalduna en Bilbao. ¿Y por qué? ¿Tiene menos importancia la defensa de la Constitución que de la España Salvaje, la de los concejales vascos del PP y del PSOE que la del lince ibérico? Evidentemente, no. Es un error pensar que la Monarquía está por encima de la Nación y es de suponer o de esperar que nadie en la Zarzuela lo piensa. Pero entonces, el guión al que viene ajustándose el discurso Real desde la Transición debe cambiar, como han cambiado los peligros nacionales. Y los gestos políticos también deberían evolucionar en consecuencia. ¡Ah, si hubiera estado Leticia por videoconferencia en el Euskalduna! ¡Ah, si el Príncipe hubiera mandado una postal!
 
Las cosas se han puesto tan graves en el País Vasco y Cataluña que uno entiende que en Madrid, es decir, en la España Oficial que suele identificarse con el poder político, se produzca algo parecido al miedo, por no decir al pánico institucional. Y ese miedo estaría bien si se basara en la percepción del peligro y en la decidida voluntad de afrontarlo. Sería lamentable que, en cambio, se manifestara en esa forma de escapismo y de negación de la evidencia que consiste en elevar grandes cánticos al consenso del 78 y en decir o sugerir que aquellas cataplasmas valen para estas metástasis. Aquel consenso se basó en un temor a la fuerza coercitiva del Estado, fuera democrático o dictatorial, y ese temor ha desaparecido entre los nacionalistas. Maragall lo explicó con absoluta y desvergonzada claridad hace pocos días, cuando achacó su respeto a la Constitución a un efecto del 23-F. Da la impresión de que algunos quieren jugar a poner a la Corona por encima de las opciones nacionales, como si todas lo fueran. Y todas no lo son.
 
Los Borbones se ganaron por segunda vez la Corona de España tras la miserable traición de Carlos IV y Fernando VII a la Nación en Bayona y la posterior del infame Tigrekán a la Constitución, cuando Isabel II se convirtió en la reina de las libertades nacionales, cuando en Bilbao los liberales entregaban su vida por España y por Isabel. Es una pena que cierto Madrid oficialista y oficioso cultive tanto el trato con los enemigos de España y tan poco con sus defensores, si es que no llevan uniforme o están muertos. Las cosas van, sin embargo, tan deprisa y tan mal para la Nación que muchas de las precauciones oratorias de hoy parecerán absurdas o suicidas mañana. Dentro de poco, nadie dudará de que, si a Anasagasti le ha gustado un discurso del Rey, está claro que al Rey le han equivocado el discurso. A lo mejor entonces vemos a Leticia, aunque sea por videoconferencia, con nuestros compatriotas más admirables, esos que se juegan todos los días la vida por España, en un acto como el del Euskalduna de Bilbao.

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