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Los próximos catorce meses traerán novedades importantes en la política nacional, especialmente en el ámbito de la derecha política. Primero, en la campaña para las elecciones municipales y autonómicas de este mes de mayo, que en la práctica se ha iniciado con el advenimiento de Ana Botella a la candidatura madrileña. Después, en la campaña para las elecciones generales, que empezará realmente a la vuelta del verano con la designación por el marido de doña Ana del candidato a la Moncloa para marzo del 2004. En ambas, el PP se juega mucho, y con él se juega no poco la política nacional.

Pero sería un error pensar que la zozobra que embarga a los militantes y a muchos de sus votantes a la vista de las encuestas, que arrojan una preocupante cercanía del PSOE, suscita en todos los notables del partido la misma reacción. No todos piensan en ganar al PSOE “como sea”, por usar un símil futbolístico que sólo traduce los nervios en vísperas de un encuentro difícil y en una coyuntura complicada. Y ello por una razón tan humana como poco frecuentada por los analistas políticos: las perspectivas personales, las posibilidades de acceso al poder que se acercan o se alejan en función de los resultados y que no siempre coinciden con los intereses de la mayoría, ni del partido.

A primera vista, eso parecería claro para los dos aspirantes de la tríada sucesoria –Rato, Rajoy, Mayor– que queden descartados por la omnisciencia del Faraón. Pocas ganas les quedarán de continuar en la primera fila política, aunque sólo en el caso de Rato parece posible una retirada en serio. Mayor en el País Vasco y Rajoy probablemente en Galicia se verán invitados o compelidos a continuar por el propio partido y es difícil que puedan sustraerse a esa petición. En el caso de Mayor, además, la continuidad del PP en la Moncloa supone la única posibilidad de que se mantenga la gran apuesta contra ETA y contra el PNV, a despecho de felipismos y federalismos asimétricos. No cabe pensar, por tanto, en una retirada, ni siquiera temporal. Responsabilidades –morales– mandan.

Pero los componentes de la “segunda línea sucesoria”, la que tras la tríada Rato-Rajoy-Mayor forman Zaplana, Acebes, Arenas, Loyola de Palacio o Ruiz Gallardón, sólo pueden aspirar al liderazgo de la derecha si el triunfo de la izquierda los devuelve a la oposición. De ellos, sólo Zaplana y, en menor medida, Arenas, podrían tener una retirada a los cuarteles regionales, aunque difícil en el caso andaluz e improbable en el valenciano. Tanto Arenas como Loyola serían candidatos de consenso “hacia adentro” del PP, en un horizonte de reyerta sucesoria muy similar al padecido tras la renuncia de Fraga, porque donde no hay harina, o sea, Poder, todo es mohína. En cambio, el liderazgo de Gallardón sólo sería posible en virtud de un consenso “hacia fuera”, basado en el cultivo minucioso, extenso e intenso, de la sumisión a Polanco y al PSOE tan justamente correspondido por PRISA y el PSOE, al menos, hasta constituirse en pareja política de hecho de Ana Botella. Las empresas de sondeos vivirían una segunda Edad de Oro, como cuando en el felipismo temprano y bajo el “techo de Fraga” la derecha fáctica buscaba el éxito de un “Cavaco” y creyó encontrarlo, ay, a orillas del Llobregat.

Quizás la gran disputa del liderazgo para las elecciones de 2008 tendría lugar entre Gallardón y Zaplana, con la ventaja para el primero de tener ya a su lado a la señora de Aznar. El para entonces ex-presidente podría ser clave en la resolución del conflicto. E incluso la propia solución, porque en la crisis sucesoria, como ya sucedió en tiempos de Fraga, el primer convocado (o el último, pero con más posibilidades de volver sin haberse ido) sería el sucedido en falso, o sea, precisamente, Aznar. Lo cual nos lleva a plantearnos forzosamente la gran pregunta: ¿Quiere realmente Aznar ganar estas elecciones? La simple pregunta y varias de las respuestas posibles ensombrecen por fuerza todo el proceso de sucesión.

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