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España o, para ser más concretos, nuestro Gobierno, ni ha tenido suerte ni se ha portado demasiado bien con el Perú. No creyó que Fujimori pudiese caer tan pronto ni, sobre todo, que lo haría de forma tan escandalosa, huyendo al extranjero, si es que Japón lo es para Fujimori, y dejando detrás los escándalos de novela de Vladimiro Montesinos, algo que ni la imaginación de cualquiera de los Vargas Llosa hubiera podido concebir y que, a buen seguro, habrá de marcar la primera etapa de gobierno de Alejandro Toledo. Pero la protección de los intereses españoles en Perú no debió anteponerse nunca, y menos de forma tan ostensible, al deber moral de apoyar a la oposición, al cabo personificada por el apurado ganador de las elecciones.

Es cierto que si Alan García era una garantía de catástrofe, la personalidad de Toledo y su difusa ideología populista, no carente de ribetes demagógicos y dictatoriales, tampoco garantiza un futuro sereno y constructivo. Sin duda, la mejor candidata era Lourdes Flores y una mala campaña la dejó en la cuneta. Pero que Aznar se quedara sin candidato, por desgracia para todos, no significa nada. Un Estado debe tener una política que vele por sus intereses morales y materiales. En el caso de España, ambos deben coincidir en una etapa de Perú que puede serenar las turbias aguas del fujimorismo, pero que también puede despeñarse por el abismo de la desestabilización terrorista y del paternalismo ruinoso. Aznar debe recomponer en la medida de lo posible sus nulas relaciones con Toledo. Y tal vez el Rey o el Príncipe de Asturias pudieran hacer un gesto de buena voluntad contando con que el nuevo presidente peruano no es precisamente un amigo de España. Ni siquiera de la moral. Ni del sentido común.

Los peruanos han escogido el mal menor. El resultado es también el menos malo para España. Pero, si hemos aprendido algo de este proceso, quizás haya que tener la puerta abierta a todo el mundo: al Gobierno legítimo, a la oposición aprista para que no se desmande como acostumbra y hasta a los patrocinadores del voto en blanco, para que se mantenga la vigilancia ética en la opinión pública, a fin de que el país se embarque de verdad en la reforma de las instituciones viciadas por el fujimorismo. No se trata de votar tapándose la nariz, sino de abrir bien los ojos. Más o menos, lo que los peruanos han hecho. Difícil sería reprochárselo.

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