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El discurso a la nación del presidente del Gobierno el miércoles 12 de septiembre fue impecable, intachable, plausible, perfecto. Ni en el terreno de los principios ni en el de la estrategia política ni el de la oportunidad táctica cabe ponerle una objeción. Pero a veces Aznar parece el único miembro real del Gobierno Aznar. Hay muchos ministros, demasiados, que ni entienden, ni comparten ni apoyan el sentido nacional de su política. Hay algunos que no tardan ni veinticuatro horas en enmendarle la plana al Presidente y echar a pique la laboriosa botadura de un proyecto serio. En la tarde del jueves 13, el ministro de Asuntos Exteriores demostró en el Parlamento que si hemos entrado en una nueva época que exige una nueva actitud política para afrontar un desafío global también nuevo, aunque no desconocido para los españoles, él no sirve para esto y, en consecuencia, sobra en el Gobierno. Al menos en éste.

Aznar captó de inmediato, ya en Estonia y desde los primeros momentos de la masacre neoyorquina, hasta qué punto la tragedia americana tenía un hondísimo sentido político internacional y brindaba además un punto de apoyo indeseado pero oportuno para abordar la interminable tragedia española del terrorismo vasco. Esa incondicional y recíproca alianza con los USA, ese compromiso contra el terrorismo antidemocrático y antioccidental, ese acuerdo para el uso de todos los medios políticos, policiales, diplomáticos y militares para acabar con todas las formas de terrorismo que atacan a los países occidentales no es un simple ejercicio político verboso ni tampoco una ocasión diplomática de las que provocan en Piqué obsequiosidad epiléptica, como demostró ante Bush. Es una obligación moral internacional y también una ocasión nacional para obtener apoyo moral y material contra el terrorismo antiespañol. Aznar lo dejó clarísimo. Piqué lo oscureció del todo al día siguiente. Alguien sobra en ese gobierno, y no puede ser Aznar.

Piqué debía afrontar en el Congreso la rigurosa explicación política de por qué entramos realmente en una guerra, por qué decimos que es una guerra de nuevo tipo, pero guerra al fin, y por qué España tiene un interés añadido en ser parte de la fuerza que pueda finalmente derrotar al terrorismo islámico. Para esa tarea intelectual y política sobran, naturalmente, los mohínes y las genuflexiones, los asquitos de progre y las inhibiciones de carca. Cuando se han cometido disparates diplomáticos como los de Piqué en Palestina y Jerusalén, ni cabe esperar una gran brillantez ni se le pide ninguna originalidad. Pero sí que se atenga a lo que ha dicho Aznar. Que no sugiera que los USA van a pedir permiso a todos los aliados para actuar militarmente sólo después de obtener su apoyo porque ni es verdad ni sería deseable. ¿O es que alguien cree que Bush va a frenarse en su determinación militar, cuando la tome, si por ventura no lo aprueba el parlamento o la judicatura de Bélgica, pongamos por caso de acendrada inacción antiterrorista?

Se trataba, en el coherente discurso de Aznar, de ofrecer a los USA y a nosotros mismos toda la fuerza moral, ideológica, política y militar que requiere una guerra, no de entablar un torneo de sutilezas mentirosas, al estilo felipista, para engañar a la clase política y a la opinión pública. Ya no estamos ante la invasión de Kuwait sino ante la alevosa invasión de los USA para masacrar a sus dirigentes y a sus ciudadanos. Si Piqué no se ha enterado o si no entiende que a socialistas, comunistas y nacionalistas hay que explicarles crudamente lo que hay y lo que el Gobierno quiere que haya, para que lo entienda todo el mundo, o si no se atreve a explicarlo sin desvirtuar el mensaje de Aznar, el ministro debería irse a su casa. O a Televisión Española, que busca caras nuevas. A Piqué, cara le sobra, pero valor le falta. Y entramos una época donde el valor y la ética no serán deseables sino imprescindibles. Para esta guerra hay que licenciar a medio Gobierno.

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