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Algún día sabremos a qué fue Felipe González a Buenos Aires la noche de la dimisión, o deserción del Presidente Fernando de la Rúa. Oficiosamente se dijo que iba a animar a su amigo y a mediar entre la clase política argentina, aunque no sabemos si para que dejaran salir incólume a De la Rúa o para que le ayudaran a gobernar y a quedarse. El fracaso filipense, al margen de la psicoterapia asistencial, fue rotundo. Los frutos, si alguno hubo, no se vieron. Salvo –y es salvedad obligada– que el fondo de la gestión gonzalina se encaminara a tapar ciertos negocios, asegurar silencios, controlar posibles denuncias acerca de las relaciones Cavallo-Solchaga-González. Si ese fue el motivo real del viaje, entonces sí le salió bien. De momento, claro.

En cualquier caso, un hombre que no solo tiene sino que presume de sus contactos en Argentina al máximo nivel; que los ha exhibido nada menos que la misma noche en que huye de sus responsabilidades institucionales el Presidente de la República, dejando dos docenas de muertos en las calles y un país sumido en el caos más atroz, debería volver ahora a Buenos Aires, sin la premura de llegar antes de que De la Rúa saltase por la ventana, e instalarse en un céntrico hotel o en un apartamento confortable para hablar con todo el mundo que pinte algo en el nuevo Gobierno a fin de impedir que Duhalde y los nuevos dirigentes acaben cargando sobre las empresas y bancos españoles la factura de la devaluación, como van camino de hacer. Este es el momento de probar sus habilidades psicoterapéuticas. No ante la Historia, pero sí ante la cuenta de resultados, que en algún caso vale por muchas historias.

Por otra parte, la instalación de los grandes bancos y empresas españoles en Argentina viene de la época en que, tras haber desairado a Menem en Madrid por halagar a Alfonsín, que era su amigo y candidato, González recompuso la relación con el riojano, le alquiló a Julio Feo para arreglarle las patillas y convirtió La Moncloa en una lanzadera de inversiones y adquisiciones de empresas privatizadas en aquel paraíso tan del estilo solchaguesco. Qué no sabrán González y Solchaga de las comisiones pagadas y cobradas en aquellos años dorados.

Pero como seguramente no tiene nada mejor que hacer, bueno sería que el gran parlero sevillano enderezara su esfuerzo a evitar los cuantiosísimos daños que las empresas españolas que él mismo animó a instalarse en Argentina han sufrido o están a punto de sufrir. Ahora sí que hace falta que alguien, en su estilo de arrope con fondo de vinagre, le recuerde a Duhalde que ciertos juegos ni son aceptables ni serán olvidados y que los españoles que están ahí no han ido a robar sino a trabajar, no a quitar empleos sino a crearlos, no a traerse riquezas a España sino a crear riqueza allí, si les dejan las autoridades. Esta mediación de González no ofendería al Gobierno de Aznar, porque se trata de intereses privados que nadie debe confundir con los de la nación. Así como el Gobierno español debe abstenerse de prometer apoyos a un Gobierno que mete miedo, González no tiene casi nada que perder y a lo mejor, como buen tratante de esa ganadería política, consigue rebajar el monto del atraco de los bienes de prominentes españoles en aquel país. Una ocasión de oro, en todos los áureos sentidos del término.


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