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Federico Jiménez Losantos

Ricky Martin y el subdesarrollo sostenible

Las ruinas de Iberoamérica son también estéticas. Esto puede entenderse de dos maneras: que sus ruinas institucionales tienen como telón de fondo la sombría y polvorienta grandeza de los siglos pasados, esos mitos y hazañas de piedra que son sus monumentos, y también que el abaratamiento estético, es decir, la horterada grandiosa, el chafarrinón grotesco y la zafiedad chillona dominan de forma apabullante el deterioro de sus expectativas más nobles. Si la ruina admite, e incluso promueve, una estética de la pérdida, una lírica convencional capaz de embellecer cualquier cadáver, desde el de Alejandría hasta el de Elvis Presley, hay una estética plana que delata implacablemente la ruina de la cúspide, una estridencia tan atroz en las formas de entretenimiento popular que constituye en sí misma una denuncia y una absolución, el diagnóstico fatal y la mortal enfermedad. Asomarse a los “talk shows” andinos de Laura Bozo (ahora encarcelada por su vinculación –cómo no– con Montesinos) o al mariachi espeluznante de “Hasta en las mejores familias”, un esperpento conducido por Talina Fernández y otras damas de la telecamorra azteca, es un descenso al Purgatorio de la Ética pasando por el Infierno de la Estética. O la merecida bajada al Infierno del Pueblo para un agente soviético exquisito, tipo Anthony Blunt, que entre Cambridge y Bloombsbury escogió el Gulag... para el resto de la Humanidad.

Hay espectáculos más llevaderos que esos abismos de la creatividad del fango. Por ejemplo, la chismorrería “rosa”, que tiene en Iberoamértica cultivadores desgarrados y entusiastas. Quizás la figura más popular, comparable en su día con el español Jesús Mariñas y su “Tómbola”, sea Raúl Molina, “El Gordo”, que dirige y presenta diariamente un programa con una amable pelirroja, indudablemente rolliza aunque acaso no lo suficiente para los gustos del caribe, ya que el espacio se llama “El Gordo y la Flaca”. Pues bien, lo mismo que sólo con Laura y Talina se alcanza a percibir el vértigo del abismo social, para-inca o post-azteca, sólo en los chismes de Molina puede a veces encontrarse alguna perla política de hondísimo significado pero que los telediarios serios ocultarán. Eso sucedió con la presencia de Ricky Martin en la Cumbre del Desarrollo Sostenible, que han celebrado en algún lugar de México algunos de los más renombrados componentes de lo que podríamos llamar la Internacional Justiciera y Musical. De Baltasar Garzón al cantante puertorriqueño, un surtido de aventureros de la política y famosos adictos al “flash” que merece comentario aparte.

Pero la anécdota, de auténtica categoría, fue que en su leído discurso a la docta asamblea, el famoso aunque menos, todavía guapetón y alopécico cantante, primero se trabucó entre un par de conceptos algo arriscados, y poco después, definitivamente, se paró. Sí, se paró. Era otra frase rimbombante, ribera de una adversativa que se quería concesiva y resultó dramática. Entre sonrisas tiesas, Ricky dijo “...por ende” ...y se paró. Y se calló. Y estuvo así como un minuto, pétreo y silente como un cromo de sí mismo, enmudecido por un problema conceptual, un corte de oxígeno en el cerebro o como penitencia por las larguísimas e inútiles peroratas que sobre el “desarrollo sostenible” y el subdesarrollo intelectual sostenible y evidente le precedieron y le continuaron. En fin, como tantas cosas estéticas tremendas en Iberoamérica, esto de Ricky no basta contarlo: había que verlo.

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