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Federico Jiménez Losantos

Una opinión pública convulsa y desconcertada

La corrupción generalizada en los partidos es fruto de su invasión de todas las esferas de la sociedad en las que deberían tener vetada la entrada.

El último Debate sobre el Estado de la Nación -el de los zombis, como lo llamó Luis Herrero- nos ha permitido comprobar, en todas las encuestas posteriores, el desconcierto absoluto y los movimientos convulsos, casi de baile de San Vito, que se están produciendo en la opinión pública española. Estos tirones y acelerones, frenazos y pinchazos, tienen perplejos incluso a esos ciudadanos que están en plena mutación de voto. Y está sucediendo, ojo, a menos de un mes de las andaluzas (que decidirán el liderazgo del PSOE), a menos de tres meses de las municipales y autonómicas (que van a redefinir el poder territorial en toda España), a menos de siete meses de las elecciones catalanas, que se presentan como un plebiscito contra la propia autonomía y por la ruptura con España (algo de lo que no quiso hablar en el debate ni el Gobierno ni la Oposición), y, en fin, a menos de diez meses de unas elecciones generales en las que, según todas las encuestas, va a saltar por los aires el modelo bipartidista alumbrado en 1977, asistido por la ley electoral D´Hondt y refrendado masivamente en la Constitución del 78.

El sistema de partidos en la Transición

Si en 1977 había un consenso en la opinión pública, éste era el que se manifestó en el referéndum para la Reforma Política, presentada por Suárez en solitario frente a toda la oposición y en la que logró el 80% de los votos; el de las victorias de la UCD en 1977 y 1979; el del aplastante respaldo a la Constitución de 1978, apoyada, salvo algún diputado suelto, por AP, UCD, PSOE, PCE, CiU y los partidos de corte regionalista, más la abstención –no oposición- del PNV. Salvo la ETA, todos los partidos apostaron por una democracia gobernable, con una ley electoral que eliminara la "sopa de letras" de tantos partidos nacidos con el cambio de régimen y que facilitara gobiernos sólidos, que sólo cayeran como resultado de las elecciones. En el fondo, los partidos asumían lo que la opinión manifestó aplastantemente en el referéndum de la Ley de reforma Política: un cambio con orden y de la ley a la ley. La opinión pública tenía las cosas más claras que sus políticos: el cambio debía ser pacífico y respetar la libertad, la propiedad (la nueva y amplia clase media), la religión y los derechos sociales del franquismo. Si alguien pensaba que millones de españoles iban a renunciar a las mejoras conseguidas en su nivel de vida, se equivocaba. Y los partidos lo aceptaron.

Casi cuarenta años después, esos partidos que entonces se sometieron a la voluntad nacional –que detestaba el guerracivilismo; que pretendía conservar lo conseguido mediante el trabajo y el ahorro; que quería ampliar la naciente asistencia médica y las pensiones; que esperaba que con una buena educación pública y becas por méritos académicos se mantuvieran la promoción y el ascenso social de los sectores rurales y más pobres- han traicionado no sólo lo que en 1977 quería –y votó- la opinión pública sino aquello que sigue queriendo… cuando sabe lo que quiere. Porque sin duda la mayor parte de los españoles sigue deseando tener una propiedad segura y una igualdad real ante la ley que garantice sus libertades frente al Poder, sea cual sea su signo político. Pero aquel régimen parlamentario naciente se ha convertido en un sistema en el que los partidos políticos han asaltado los poderes que deberían controlarlos y hoy lo dominan prácticamente todo, empezando por la Justicia y terminando por el bolsillo de unos ciudadanos desquiciados y arruinados por una presión fiscal inimaginable en 1977.

La corrupción generalizada en los partidos es fruto de su invasión de todas las esferas de la sociedad en las que deberían tener vetada la entrada, desde los jueces que han de juzgarlos a las empresas que suelen colocarlos o sobornarlos y a los medios de comunicación que existen por concesión política, y ésta, sujeta al favor o disfavor administrativo y publicitario y a la discriminación o persecución de medios y comunicadores que les molestan. Siendo la democracia un régimen de opinión pública, que se forja a través de una pluralidad de medios de comunicación, nunca se ha producido una concentración tan brutal de medios audiovisuales y, al tiempo, una mayor propensión de esos medios que existen por la gracia del Gobierno a apoyar opciones políticas totalitarias, como Podemos, criatura electoral del PP.

Las teletertulias, nuevos parlamentos

Las tertulias políticas, verdaderos parlamentos alternativos a los desprestigiadísimos del sistema, tienen un signo político izquierdista o de extrema izquierda que supera a las de signo derechista por 10 a 1. TVE y las televisiones privadas de centro-derecha han sido inutilizadas o cerradas mediante arteras leyes por Zapatero y Rajoy. Y como todo en la corrala audiovisual de Vasile y Carlotti depende de la inspiración de los que allí se citan –los servicios informativos son siempre antiliberales y antinacionales- nadie sabe por dónde va a salir el electorado en las diversas consultas de 2015: andaluzas, municipales, autonómicas, catalanas y nacionales. La prueba es el Debate sobre el Estado de la Nación, en el que las encuestas no se han limitado al hecho parlamentario sino al acontecimiento mediático. Es absurdo decir que sólo el 2% vio el debate completo –debemos excluir a muchos diputados y a Candy Villalobos- cuando son los resúmenes y las valoraciones posteriores, en las redes sociales, internet, prensa, radio y TV los que realmente constituyen ese debate ante la ciudadanía. Por eso, que Sánchez ni utilizara la dúplica para afear a Rajoy su "no vuelva usted por aquí" tiene menos valor en la opinión pública que el ataque de despotismo presidencial visto o comentado –muy negativamente- en todos los medios.

Rajoy trasmite desconfianza económica

Es lógico que el rajoyismo, que desprecia a sus propios votantes, que odia la comunicación y carece de la menor aptitud para conectar con la opinión pública, acabe perdiendo las formas en un debate parlamentario y sea penalizado por ello. Hasta ahí, normal. Lo grave es que, en la encuesta del CIS, la pregunta sobre si Rajoy convenció de que la economía va bien, muy bien o, siquiera, algo mejor, arroje un saldo devastador, porque resulta que el monotema del Presidente ("lo único importante es la economía") al que ha subordinado sus acciones y hasta sus obligaciones de Gobierno, no convence ni siquiera a la cuarta parte de los ciudadanos, incluso a pesar de que los datos del crecimiento sean, en parte, ciertos.

Sucede que la exageración de esos logros y una antipatía creciente entre sus propios votantes han convertido la gran baza del líder del PP en un doble lastre electoral: la economía según Rajoy o Rajoy y su ampuloso discurso económico. Si el argumento y el líder son despreciados hasta por sus votantes, calcúlese el resto. Y ambos, economía y líder, eran la excusa de Rajoy para no designar candidatos hasta el ultimo momento, incluso en Madrid. Si el marido de Candy ha convencido a Rajoy de que él y la economía eran el único activo del PP para mantener ayuntamientos y autonomías, más vale que la Pandi Crush de la Moncloa cambie de opinión. En medio de un desconcierto y una convulsión totales, llamados a aumentar y no a disminuir a lo largo del año, diríase que la opinión pública sólo está de acuerdo en una cosa: está harta de Rajoy. Eso es lo peor que le podía pasar al PP, evidentemente, pero también a muchos aspectos y valores de la España constitucional que sin el PP va a resultar muy difícil conservar.

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