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Fernando R. Genovés

Amores que matan

Detengan, en fin, su oleada de solidaridad infinita y su cariño de mater amatisima. Moderen su "ciudadanismo" y no se pongan tanto en el lugar de los otros.

Como comprendo perfectamente la rabia y la ira del antiamericanismo ante los resultados electorales del pasado 2-N en EEUU, es decir, la victoria del candidato republicano, George W. Bush y la derrota del candidato de Park Avenue, Hollywood y Europa, John F. Kerry, estoy dispuesto a tomarme con estoica resignación la catarata de bilis negra y de fiebre amarilla que derraman, en forma de lágrimas de desconsuelo, los comentaristas y columnistas que han vivido el descalabro en carne propia y trémula. Pasaré por alto las barbaridades que profieren contra el Presidente Bush, su animadversión y odio personal que rozan la psicopatología. La supina ignorancia que revelan al parlotear sin conocimiento de este gran, inmenso país, que es Estados Unidos de América. Por cierto, ¿qué significa eso de Estados Unidos de "Norteamérica" escuchado recientemente por boca de José Luis Rodríguez? ¿Tanto le cuesta decir "América"? ¿O acaso también querrá cambiarles a los estadounidenses el nombre de su nación? No tomaré tampoco ahora en consideración la pobreza analítica de sus diatribas contra los neocon, a quienes temen y no pueden comprender intelectualmente, pero ponen en el centro de su diana cazadora. Ya los conocemos de sobra.
 
Ahora bien, lo que sí supera el nivel de la paciencia y el aguante, lo que no tiene pase, es que sigan envolviendo su veneno y mala sangre antiamericanos con la hipócrita y cínica loa al pueblo americano y a la larga tradición liberal-democrática de un país que dicen admirar, después de todo. Creo, a este respecto, que fue Ernst Jünger quien formuló el siguiente adagio sobre la maledicencia, la humillación y el orgullo, precisamente él, quien tanto tuvo que aprender a sobrellevarlos sobre su conciencia de acero: "Uno no puede evitar que le escupan, pero sí que le palmeen el hombro".
 
Pues a eso me refiero ahora a propósito de esos obscenos lenguaraces que, para justificar su odio al "norteamericanismo" y a la "actual Administración" en Washington, vuelven sobre el 11-S y la presunta "ola de solidaridad" y simpatía mostradas hacia EEUU los días posteriores de los atentados, y que, extendiéndose por todo el planeta, unió a la Humanidad para frenar al terrorismo islámico. Toda esa demostración de cariño quedó paralizada poco después. ¿Por qué motivo? Porque la reacción de la Administración Bush no hizo lo esperado por ellos, o sea: que encajara el golpe, pidiera perdón por sus pecados y se arrodillara ante el agresor. Sucedió que el Gobierno y el pueblo americanos estaban en otra perspectiva y se movían por sentimientos y principios distintos al de los falsarios solidarios. De aquellos que, como Baudrillard y Derrida, mostraban entonces públicamente su "júbilo prodigioso de ver la superpotencia destruida", mientras contemplaban extasiados cómo caían las Torres. Hoy, ese clan dicharachero está triste porque no ha ocurrido lo que esperaba.
 
Acerca de esta clase de sujetos, económicamente acomodados e intelectualmente comodones, ha escrito estos días el brillante Tom Wolfe: "Ahora, se creen que el cielo se les cae encima. No me queda más remedio que reírme". No pueden creerse lo que ha acontecido, porque esas cosas no pasan en su círculo estrecho, dorado y estupendo de bellos artistas. Hace años afirmaban: "no sé como ha ganado Reagan; no conozco a nadie que le haya votado". Hoy están afligidos ante la victoria de Bush porque no pueden brindar con champán francés su destrucción política.
 
Sea. Que ataquen e infamen lo que les plazca, pero que no nos quieran tanto. Les ruego que no se afanen por intervenir en aquello que en el fondo detestan. Frenen, pues, los antiamericanos el ímpetu por desearles lo mejor a los americanos. No se obsesionen tanto los enemigos de España por el nombre de España. Dejen los laicistas agresivos de alterar las creencias y los ritos de los católicos. No se tomen tan a pecho los catalanistas la lengua valenciana. Detengan, en fin, su oleada de solidaridad infinita y su cariño demater amatisima. Moderen su "ciudadanismo" y no se pongan tanto en el lugar de los otros.

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