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Fernando R. Genovés

La muerte es sólo el principio

Aquello no fue como el Prestige, ni esto de ahora como el Yak-42. Que conste. Entre nosotros ya no se producen accidentes marítimos o aéreos, ni errores de gestión, ni imprevisión política. Aquí sólo suceden “siniestros”, porque gobierna la izquierda

Cuentas las crónicas del día que durante el acto celebrado en la base aérea de Getafe, en homenaje a los diecisiete soldados españoles muertos en Afganistán no se entonó en su honor el himno nacional, pero sí sonaron los acordes fúnebres de la pieza musical “La muerte no es el final”. El Rey y el Príncipe de España presidían la cortejo, pero como si nada. La Oposición estuvo representada por Gaspar Llamazares, pero Mariano Rajoy no estuvo presente al no ser invitado a la ceremonia religiosa y castrense. Nada más natural, dadas las actuales circunstancias de nuestra insólita vida nacional.
 
¿Que todo resulta un tanto surrealista, vamos a decirlo así, y no se ofendan los afectos a esta corriente estética? No lo negaré. Pero esto es lo que hay. En casa del guerrero, espada de palo. En el acuartelamiento militar no suena el himno nacional porque no tiene letra, y acaso también porque no se celebra ninguna competición deportiva internacional. Si ha habido misa de difuntos, es porque el ministro Bono dice ser católico y tiene influencia entre la banda y los mandos, a quienes cesa y asciende por méritos que nada tienen que ver con la carrera militar, sino con la obediencia debida.
 
Tampoco hubo condecoraciones a los caídos, porque, en realidad, no murieron por la Patria ni en misión militar alguna (iban, dice la nota oficial, en un helicóptero del Ejército español, armado hasta los topes, sobrecargados de personal y material militar, en misión humanitaria…), sino por un maldito golpe de viento. Como les sucedió a los once desafortunados trabajadores que murieron abrasados en el incendio de Guadalajara este mismo verano al intentar apagarlo. Se metieron en una zona de riesgo, viene una racha de viento y en segundos… ¡plaf!
 
Aquello no fue como el Prestige, ni esto de ahora como el Yak-42. Que conste. Entre nosotros ya no se producen accidentes marítimos o aéreos, ni errores de gestión, ni imprevisión política. Aquí sólo suceden “siniestros”, porque gobierna la izquierda.
 
La guerra ya no es lo que era en tiempos de Aznar, porque en España la paz de los cementerios impera desde el 11-M. La muerte no será el final de nada, pero la masacre de 192 personas en estaciones de ferrocarril de Madrid por atentado terrorista significó el preámbulo de una nueva legislatura. El 14-M, el final de una larga marcha que culminó con una muerte anunciada y el comienzo de un cambio de régimen.
 
Los militares españoles desplazados a una zona de guerra no mueren en combate, porque ellos no combaten. Obedecen y se sacrifican por la causa de la doctrina oficial instalada en el poder. Se dejan matar si es preciso, pero ellos no disparan contra nuestros aliados de otras civilizaciones. Tampoco se defienden ni repelen el ataque. Hacen como el resto de los ciudadanos, como los civiles. Como la ciudadanía.
 
Todo esto escuchamos a diario desde los altavoces y portavoces del socialismo de todos los partidos, medios de comunicación, escuelas, universidades, organismos públicos y privados y opinión pública en general, que funciona como socialismo realmente existente todavía en España. Lo portentoso es que este discurso se sostenga sin recato, con absoluta desfachatez, dentro del propio ámbito castrense en hora luctuosa, afrentando y deshonrando en sus propias narices a los profesionales de las armas. Lo tremendo es que un ministro de Defensa, pizpireto y danzarín, emule las charradas de Gila en los cuartos de banderas y en las mismas instalaciones militares, tan campante y tan seguro de tener a la cúpula bajo control, esperando que le rían las gracias, según exigen el rango y la disciplina.
 
Vuelve el Yak y su estela, pero no es lo mismo. En la ceremonia de homenaje y recibimiento de las víctimas del accidente en Turquía celebrada hace dos veranos en la base aérea de Torrejón se gritó impunemente, indecentemente, el lema de moda entonces “No a la guerra”. Ahora no. Porque ya no hay guerra que valga la pena. Muerto el perro, se acabó la rabia y la crispación.
 
Este verano, no obstante, ha vuelto la tragedia al escenario español. Incendios con víctimas mortales y sabor a chapapote, reactivación del terrorismo callejero en el País Vasco con olor a negociación con ETA, muerte violenta en instalaciones de la Guardia Civil que evoca otras épocas poco beneméritas, militares caídos en un frente de guerra que se quiere ignorar o negar a toda costa. Demasiados cadáveres sobre la mesa en tan poco tiempo, pues. No extraña que merodeen los espectros, planeando a baja altura sobre un espacio de ruina. La sombra de la mala conciencia, como la de la culpa y el ciprés, es alargada. Ni anunciadas subidas de sueldo y estudiados espectáculos, ni pan y circo, son capaces de dominarla. Los vivos pueden someterse y ser acallados, pero los fantasmas no descansan.
 
En este escenario de tragedia, me parece escuchar las palabras amargas de Macbeth: “¿Pueden caer tales prodigios sobre nuestras cabezas, como nube de verano sin provocar la estupefacción? Me hacéis dudar de mi propio valor cuando veo que podéis contemplar semejantes espectáculos y conservar el carmín natural de vuestras mejillas, mientras las mías emblanquecen de miedo?” El personaje principal del drama, golpeado en la conciencia y temeroso de que algún día se sepa toda la verdad, preside la mesa en la que desea que todo sean sonrisas, alegría y optimismo, pero la irrupción de los espectros le amargan la fiesta. Sus demonios interiores, sus actos fallidos, sus frases delirantes, sus respuestas sin que nadie le pregunte, así como sus silencios melancólicos, le delatan.
 
No, la muerte no es el final. Suele ser el principio de una pesadilla que no deja dormir al príncipe ni descansar al pueblo.

En España

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