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MEMORIAS ERRÁTICAS

Berlín, esta vez con poncho

Mis amigos berlineses habían abandonado la vieja casa ocupada. Aún vivían en la zona fronteriza de Kreuzberg, pero en un edificio moderno. Se habían aburguesado; tenían cuarto de baño decente y calefacción. Y eso iba a ser mi salvación en el nuevo invierno berlinés que me esperaba.

Mis amigos berlineses habían abandonado la vieja casa ocupada. Aún vivían en la zona fronteriza de Kreuzberg, pero en un edificio moderno. Se habían aburguesado; tenían cuarto de baño decente y calefacción. Y eso iba a ser mi salvación en el nuevo invierno berlinés que me esperaba.
Una imagen antigua de la Puerta de Brandenburgo (foto: Jocelyn Paine).
En el autobús que iba de Tempelhof (el aeropuerto del sector oriental de Berlín) a la parte occidental de la ciudad ya había vislumbrado el panorama: frío y más frío. El paisaje estaba aterido y desolado. El frío siberiano se ablandaba con la nieve. El frío berlinés era duro como la tierra invernal, y húmedo como el de un pantano; una vez que arraigaba en alguna parte del cuerpo ya podía darse por perdida la batalla.
 
De un baúl dejado por Jan a su cuidado sacó mi amiga Gaby un poncho enorme, gris y marrón, que iba a ser la prenda con la que debería lidiar las inclemencias del exterior. De momento, me metí en el piso y no salí de él, salvo para comprar panecillos para el desayuno. Había que aclimatarse. Y organizar el modo en que iba a ganarme algunos marcos. Mi intención era quedarme por un tiempo. La Wegé, la Wohngemeinschaft, es decir, los ocupantes del piso, no tenían inconveniente en acogerme. Gaby me dejaba su habitación. Pero tenía que aportar algo a la caja común, de la que salía el dinero para la compra.
 
¿Por qué no daba clases de español? Por qué no. En Zitty, la revista por la que pasaba todo el comercio de segunda mano, alquiler de pisos y anuncios de cursos, puse uno. Ofrecía, ni más ni menos, la adquisición de conocimientos básicos de español en un período de cinco semanas. Fui a la universidad para pegar unos carteles con el anuncio, y me encontré con un reparto de panfletos relacionado con una venta de café de Nicaragua. Me indignó que los promotores del asunto no hablaran una palabra de español. Y me disgustó que aquel café fuera mucho más caro que el normal. "Es el precio de la solidaridad", me dijo un tipo barbudo que fumaba en pipa. Le respondí que yo también debía tener solidaridad conmigo misma.
 
Aparecieron, milagrosamente, cuatro alumnos. Un hombre y tres mujeres. Venían dos veces por semana al piso, y allí trataba de hacerlos hablar como fuera. Escribía unos textos, que yo suponía sencillos, se los leía y luego se los hacía leer a cada uno de ellos. La fonética española se les resistía, y además eran tímidos y se avergonzaban de hablar un idioma que no dominaban. Pero en cuanto hubo confianza nos empezamos a divertir con sus abundantes meteduras de pata.
 
En cuanto a la gramática, si a un español la alemana le parecía endiablada, con sus declinaciones y su sintaxis, los alemanes juraban en arameo a la vista de nuestros verbos y sus irregularidades. Pasamos mucho tiempo tratando de dilucidar las diferencias entre "ser" y "estar", asunto que les intrigaba sobremanera, y entre el pretérito perfecto y el indefinido, otro quebradero de cabezas germánicas y no germánicas.
 
La vida en la Wegé transcurría tranquila y regular. Todo el mundo iba a trabajar por la mañana y regresaba por la noche. La cena era el momento de reunión. Éramos cuatro, más la pequeña hija de Gaby. Se salía poco, pero se invitaba a los amigos a cenar, y si había algún cumpleaños se organizaba una fiesta en casa. Y entonces había que ponerse elegante, nada de la ropa de batalla habitual. En una de las muchas tiendas de ropa de segunda mano que había en la ciudad me compré para una fiesta un vestido granate y una chaqueta lila que habían sobrevivido, en buen estado, lo menos desde los años 40.
 
Se iba a celebrar la Berlinale, y apareció una oportunidad para asistir. Eso sí, ilegalmente. Había un grupo de avispados que tenía montado, con mucha profesionalidad, un sistema de acreditaciones falsas. Se pagaba por ellas, pero menos que por las auténticas. Yo tuve una, con mi foto y un nombre checoslovaco, y con aquel cartoncito pude darme unas panzadas de cine experimental de las que solía salir en estado de shock. Por suerte, ningún checo que anduviera por allí me dirigió la palabra.
 
Mi pequeño cargamento de piedras semipreciosas, que me había costado en Lima la fortuna de 36 dólares, estaba a la espera de salir de su encierro. Me dispuse a fabricar algunas piezas en el estilo que había aprendido de Francesco y Alfredo. En las ferreterías compré hilo de cobre, lija, pinzas y otras herramientas, y produje un surtidito de pendientes. Las herramientas alemanas eran muy buenas, pero de los pendientes sólo podía decirse como elogio que tenían un toque original.
 
En la ciudad había varios mercadillos al aire libre los fines de semana, y a uno de ellos fui con una gran caja de puros llena de mis obras. Descubrí que los sudamericanos residentes en Berlín, que eran legión, tenían copado el mercado. Había decenas de pendientes con los materiales que yo usaba, y hechos por mejores artesanos. No vendí ni un par.
 
Como veterana que era de la ciudad, no me movía mucho por ella; iba a lo sumo a Kurfürstendamm, donde me gustaba observar el ir y venir de los berlineses, y sobre todo de las ancianas berlinesas que, coquetamente vestidas, con modelos de antes de la guerra, acudían a tomar café y Kuchen en los salones del centro. Me había contagiado de la indiferencia que sentían mis amigos a todo aquel territorio de al lado, el que estaba detrás del muro, al Este, y ya no volví a hacer la travesía hasta Alexanderplatz.
 
Moverse por Berlín no era barato. El U-bahn, el metro, era caro, y lo mismo los autobuses. Yo pagaba el billete algunas veces y otras no, siguiendo las costumbres adquiridas en mi anterior estancia. No había controles a la entrada, pero podías encontrarte con los revisores en cualquier sitio. Un domingo que había ido a las afueras con Michael, de la Wegé, topamos con ellos. Los revisores, que llamábamos die Bullen, como a la policía, no tenían aspecto de corderillos. Y yo no había sacado billete. Pero extraje tantos viejos tickets de debajo de mi poncho que el hombre me dejó marchar. Fue una suerte; la multa era de órdago.
 
Con la llegada oficial de la primavera arribó a Berlín un viento helado de Siberia. Pero poco después el sol empezó a calentar y la ciudad se transformó. La gente se quitó los abrigos oscuros y se puso ropa de colores vivos. Los transeúntes se miraban, sorprendidos de su nuevo aspecto. En los islotes de césped, aquí y allá, había quien ponía una colchoneta y se tumbaba al sol. Los cafés y los bares sacaron sus terracitas.
 
Y yo pude usar para mis desplazamientos, una de las bicicletas de que disponían los de la Wegé. Berlín era llano y tenía buenos carriles-bici. Ya no debía atormentarme con los billetes del metro y del bus.
 
Justo entonces, en el preludio de la primavera, tuve noticias de Jan. Estaba en Basilea, cosa que ya sabía. La novedad era que se proponía hacer una película. Quería que yo colaborara en el guión.
 
 
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