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MEMORIAS ERRÁTICAS

Blue Mountain y sus hierbas

Todo en Kingston estaba protegido por rejillas y enrejados, hasta las máquinas expendedoras de tabaco. La capital jamaicana era entonces, según decían las estadísticas, la ciudad con mayor índice de delincuencia del mundo. Pero no nos detendríamos mucho para comprobarlo.

Todo en Kingston estaba protegido por rejillas y enrejados, hasta las máquinas expendedoras de tabaco. La capital jamaicana era entonces, según decían las estadísticas, la ciudad con mayor índice de delincuencia del mundo. Pero no nos detendríamos mucho para comprobarlo.
Comimos entre el ajetreo de la zona portuaria, en una tasca donde una señora servía pescado acompañado de yuca. Yo sabía pocas cosas de Jamaica; una de ellas era que allí se cultivaba el café que se tenía por el mejor del mundo, el Blue Mountain. Pedí café con la esperanza de que fuera ése el que sirvieran en todas partes. Pero no había ése ni otro.
 
El Blue Mountain tenía un precio prohibitivo, según comprobé en la primera tienda en que entré a comprarlo y salí sin él. El mejor café del mundo era también el más caro del mundo. Qué le íbamos a hacer. No lo cataría yo en Jamaica. Otros productos de la tierra resultaban, en cambio, más accesibles.
 
Por ejemplo, el reggae. En el minibús que nos transportó a Lucea uno podía escuchar gratis, a todo volumen y varias veces, los temas del momento. Había uno que sonaba mucho y que hablaba del otro producto local más conocido y extendido: la hierba, la marihuana, o simplemente grass. En la canción se lamentaba que las plantaciones de cannabis fueran rociadas con herbicida, que se pudieran cultivar tomates y pimientos pero no la maría. Pero rociaran lo que rociaran las temidas avionetas, aquella hierba seguía creciendo. De eso no había escasez.
 
En Lucea, Jan había alquilado una cabaña que formaba parte de la casa de una familia. El padre era ciego, la madre trabajaba de limpiadora en un hospital, las hermanas se habían casado y vivían por su cuenta; y de los dos hermanos, el menor no estaba en sus cabales y el otro, Michael, se dedicaba a diversos trapicheos. Entre sus business se hallaba una pequeña plantación de marihuana que tenía, según decía, en un buen sitio, es decir, bien camuflada.
 
Detalle de una pintada rastafari (tomado de http://www.kcm.hr). Michael no era un rastafari. Llevaba el pelo corto y vestía a la occidental. Pero seguramente vivía de la venta de hierba a los rastas de la zona. Éstos necesitaban producto abundante. Un día que fui con él al único cine que había en Lucea pude comprobarlo. Era un cine destartalado y se podía fumar no sólo en el vestíbulo, también en el patio de butacas.
 
Pero los rastas no fumaban cualquier cosa. Lo suyo eran canutos del tamaño de habanos que fabricaban con papel de periódico. Gracias a eso podían sobrellevar cualquier cosa que se proyectara en la pantalla. El día aquel daban una de sangre y vísceras, de la que yo tuve que salirme al rato.
 
Fuera, el espectáculo era más agradable. De noche, bajo un cielo estrellado y a la luz de las pocas farolas, la calle principal del pueblo ofrecía su mejor cara. Al caminar por ella uno iba oyendo los distintos fragmentos de reggae que salían por las puertas abiertas de las pequeñas casas de madera.
 
Michael nos llevaba, según su humor, aquí y allá, y de preferencia a los lugares donde se practicaba la otra gran afición caribeña: el baile. Una noche fuimos a un bar de calypso, el ritmo madre del reggae. Michael trataría de enseñarme lo uno y lo otro, pero no había modo de remedar aquella facilidad con la que se entregaban al movimiento los de allí. Perdido en la música y en el colocón, un chico bailaba solo, con la cabeza y los hombros cubiertos con una guirnalda de luces de Navidad.
 
Nuestra pensión ad hoc estaba en uno de los barrios pobres de Lucea. Como las que la rodeaban, no tenía agua corriente ni cuarto de baño. Había una pequeña cabina con una especie de taza de váter, y si uno abría la tapa oía el sonido de las cucarachas que escapaban hacia abajo. El único de la familia que parecía usar la cabina aquella era el padre.
 
No tanto por aquellas incomodidades como por afán de ver algo más decidimos movernos, y Jan se fue a explorar el siguiente punto conocido del mapa: Montego Bay. Se fue solo para no tener que llevar encima todo el equipaje, con la intención de regresar al cabo de unos días.
 
En su ausencia, el hermano chalado de Michael y el propio Michael me daban la lata. Aparecían por la cabaña a la noche, cuando aún no había cerrado yo la puerta, y se ponían a charlar. La cabaña estaba sobre pilotes, así que se acomodaban sobre las escaleritas, y me soltaban sus rollos. El del hermano, delirante. El de Michael, con frecuencia incomprensible. El dialecto que hablaban, patois o pidgin english, era un rompecabezas para mí. Una conversación con Michael consistía, antes que nada, en tratar de aclarar de qué estaba hablando.
 
Una noche me llevó a visitar a una amiga suya que vivía en las afueras del pueblo. Subimos monte arriba, entre una vegetación que a la luz de la luna parecía fosforescente, y llegamos a una casa en lo alto. Desde el porche se veía la costa, o más bien se adivinaba, por las crestas blancas de las olas, que refulgían sobre el fondo oscuro del mar.
 
Allí nos sentamos su amiga, Michael y yo, y ellos empezaron a hablar y a fumar hierba. Me pasaban de vez en cuando los canutos y, aunque temía los efectos de aquella explosiva marihuana, daba unas caladas. El resultado no pudo ser peor. Al principio no había entendido nada de lo que hablaban, pero, de pronto creí entenderlo todo. Y lo que comprendía era pavoroso. ¡Estaban planeando cómo robarme y asesinarme! La acción iba a ser aquella noche, y una vez que regresáramos a la casa de Michael.
 
Barajé la posibilidad de salir corriendo monte abajo, pero concluí que era más peligrosa aquella escapada que esperar el momento decisivo y ver qué podía hacer entonces. Regresé convencida de que el crimen se intentaría aquella noche. Me sorprendió despertar al día siguiente.
 
Pero lo único que quería Michael era un buen par de zapatillas deportivas. Antes de que me fuera me pidió que, cuando estuviera en otro país, le comprara uno y se lo mandara. Le dije que iba a ser difícil cumplir su encargo, pero no le disuadió tal cosa de informarme de la marca de zapatillas que deseaba.
 
Jan había encontrado otro alojamiento sui generis en Montego Bay. Era la casita de un danés que había sido marino y que vivía por temporadas en Jamaica. El suyo era un chalet modesto e incómodo, prácticamente sin amueblar. Los días que estuvimos allí comprobamos que nuestro anfitrión se dedicaba, sobre todo, al consumo de cerveza.
 
Montego era zona turística, y por consejo del danés entramos una noche en uno de los hoteles que había en la zona. Los turistas cenaban, y un grupo de animación, disfrazados de nativos sus componentes, interpretaba y bailaba el folclore local. Así que eso era lo que nos estábamos perdiendo, además del café.
 
 
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