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RECUERDOS SUELTOS

Calle de los Irlandeses

Cuando viví en la calle de los Irlandeses de Madrid, en 1972-73, no sabía la razón de ese nombre ni me importaba. Entonces era una calleja estrecha y corta, entre casas en su mayoría viejas y destartaladas, con algún solar sucio tapado por un murete, que unía la calle del Humilladero con la de Mediodía Chica. Hoy no ha cambiado gran cosa, aunque tiene algunos edificios nuevos.  


	Cuando viví en la calle de los Irlandeses de Madrid, en 1972-73, no sabía la razón de ese nombre ni me importaba. Entonces era una calleja estrecha y corta, entre casas en su mayoría viejas y destartaladas, con algún solar sucio tapado por un murete, que unía la calle del Humilladero con la de Mediodía Chica. Hoy no ha cambiado gran cosa, aunque tiene algunos edificios nuevos.  

Está, pues, en plena zona castiza, aunque la inmigración y el haberse convertido el barrio en sitio de moda de movidas y botellones le ha cambiado el carácter. Hace días quise enterarme del origen del nombre, y helo aquí: por esa calleja estuvo el Colegio de San Patricio de los Irlandeses, fundado en el siglo XVII para acoger a isleños huidos de las sangrientas persecuciones inglesas y formar sacerdotes que volvieran a predicar a Irlanda.

Cuando terminé la mili, que hice en infantería de marina en Cartagena y Ferrol, fui a vivir allí junto con otro camarada que abandonaría algún tiempo después y a quien pusimos el mote burlón de el Excombatiente. En De un tiempo y de un país lo describí así:

Fuimos a un piso de la calle de los Irlandeses, del barrio de La Latina. Lo alquilamos a un guardia civil jubilado, que no podía imaginar el uso que dábamos a su propiedad. Se trataba de un bajo embaldosado y frío, amén de lóbrego y estrecho, con cortinas en vez de puertas para las dos pequeñas habitaciones y unas camas cuyos colchones rezumaban humedad. Para prevenir catarros tomábamos muchas naranjas y, como no valíamos para cocinar, comíamos los platos más económicos en los económicos restaurantes de los alrededores, limpios, qué duda cabe, aunque sin manías. Echábamos serrín en el suelo y teníamos cada uno una manta que, reforzada con la ropa corriente, y en mi caso una trenca y el chaquetón traído de la marina, permitían dormir casi bien. Al escribir, los pies contra las baldosas se quedaban helados, pero el remedio estaba al alcance: dar un paseo o desviar la atención hacia las divertidas peleas de vecinas, que resonaban cada dos por tres en el patio. Con todo, el sitio no carecía de virtudes: era barato.

La memoria de aquel tiempo, que debió de transcurrir entre el invierno y la primavera, se me ha vuelto algo neblinosa, curiosamente después de haber escrito el libro, como si con él hubiera dado por cerrada una época de juventud. Había por el barrio pequeños negocios tradicionales, que en su mayoría han desaparecido, y recuerdo cuando compramos en uno de ellos el serrín, que creímos lo más indicado para evitar la humedad de las baldosas y contribuyó bastante a ensuciar el suelo, que solo barríamos con generosa distancia de días, pues teníamos ocupaciones más importantes. Los insultos más frecuentes entre las vecinas eran los de "tía guarra" y "tía puta". A veces desayunábamos en una angosta churrería de la esquina de Mediodía Chica con la calle de las Aguas, que aún existe, pero cerrada creo que desde hace muchos años. Un día, subiendo por Mediodía, vi al fondo una grúa de algún edificio en construcción, y de pronto perdí la noción del lugar, figurándome que estaba en el puerto de Vigo. Debía de sentir gran añoranza del mar, porque cuando volví a la realidad lo hice con una intensa frustración.

Lo que hacíamos en aquel local era sobre todo escribir la propaganda de la OMLE, es decir, formábamos el comité de redacción de su órgano Bandera Roja, aparte de escribir panfletos, octavillas y folletos diversos. También venía por el piso el secretario general de la organización, Pérez Martínez, más tarde llamado Camarada Arenas, que, como no sabía escribir a máquina, traía a mano sus largos escritos con letra difícil de entender, y nosotros se los mecanografiábamos. Un día le esperé a la puerta, porque el excombatiente estaba dentro acostándose con su novia. Esto era habitual entre los estudiantes, pero a él le enojó mucho: "¿Es que ese tío no tiene vergüenza?", gruñía.

La OMLE daba a la labor teórica una importancia mucho mayor que el resto de la ultraizquierda, harto descuidada en ese aspecto y productora de una propaganda mal confeccionada, en contraste con la nuestra. Siguiendo el purismo de Lenin, criticábamos implacablemente a los demás maoístas, que por entonces tendían a entrar en "los tinglados revisionistas" de Comisiones Obreras, deslumbrados por la posibilidad de "llegar a las masas". Les acusábamos de oportunismo y de traición al marxismo-leninismo, en lo que realmente acertábamos, como se vería en la Transición, cuando se disolvieron bien pronto, entrando muchos de sus jefes y militantes en el eurocomunismo de Carrillo o, los más avispados, en el PSOE. Efectivamente, se trataba en su mayoría de "pequeño burgueses radicalizados" y ambiciosos que jugaban a revolucionarios con la esperanza de hacer carrera política en cualquier circunstancia. Casi tan "socialfascistas" como el propio PCE.

La preocupación de la OMLE consistía, siguiendo siempre a Lenin, en crear un partido de revolucionarios profesionales volcados en cuerpo y alma en organizar la lucha contra el capitalismo, hasta aniquilarlo. Ello nos costaba duros esfuerzos y sacrificios, pues carecíamos de fondos o ayudas y vivíamos de manera absolutamente espartana. Por entonces preparábamos una conferencia con delegados de todos los grupos: aparte de en Madrid, los teníamos sobre todo en Galicia y en Andalucía, algunos en Barcelona y en Vizcaya. Obreros mayormente, al revés que la mayoría de los partidillos izquierdistas, compuestos sobre todo de estudiantes. La conferencia debía establecer con firmeza y claridad unos principios doctrinales y operativos sólidos frente a cualquier desviación oportunista, así como un análisis histórico-político de la realidad española. Esta se hallaba madura, a nuestro juicio, para pasar al socialismo sin fases intermedias, pues España se había convertido en un país capitalista e industrial, donde el peso del agro era menor y decreciente. No obstante, dábamos importancia de principio a la alianza obrero-campesina, aunque no teníamos a ningún campesino, creo recordar. (Incidentalmente, al viajar hace poco por el antiguo frente de Leningrado, nos dijo el guía ruso que el régimen soviético no otorgaba pasaportes a los campesinos. Pasaportes, se entiende, para trasladarse dentro de la propia URSS, reduciéndolos a una especie de siervos de la gleba. En eso parecía haberse traducido la famosa alianza).

Mas organizar una conferencia con la solemnidad y seguridad precisas requería una cantidad considerable de dinero. Primero pensamos obtenerlo recurriendo a las masas, pero la contribución de la clase obrera ferozmente explotada por el franquismo al esfuerzo de sus vanguardia liberadora salió decepcionante, y lo mismo la de los estudiantes y otros contactos (quien más dio, creo que 6.000 pesetas, fue un arquitecto o estudiante de arquitectura, no recuerdo bien). No nos quedó más remedio que recurrir a la banca, para convencer a la cual necesitábamos por lo menos una pistola. Y, debido a la ausencia de personal preparado para tal menester, el propio comité de redacción tuvo que ponerse a la tarea. Pero ese es ya otro asunto que he expuesto con bastante pormenor en De un tiempo y de un país.

Me ha venido esto a la cabeza porque hace unos días, paseando por la zona, me acerqué a la calle de los Irlandeses y la recorrí buscando el bajo aquel. Resulta que hay dos bajos contiguos con parecida ventana enrejada al exterior. Como los dos portales estaban cerrados, no pude determinar cuál había sido. Han pasado de aquello casi 40 años. ¡Qué cambios da la vida!

Con frecuencia leo insultos y ataques a mi persona procedentes de los socialistas y asimilados; me acusan de haber estado en la extrema izquierda, el maoísmo o el terrorismo. No deja de ser cómico. Para esa gente yo soy un héroe, puesto que luché, corriendo serios riesgos, contra una dictadura que ellos pintan con los colores más negros, destructora de la democracia a sangre y fuego, asesina hasta el fin, etc. Y mientras yo luchaba contra aquel supuesto horror, esos tipos prosperaban bajo el régimen, incluso en el aparato de poder franquista. Por tanto eran entonces uno golfos hipócritas, lo han seguido siendo y probablemente lo serán hasta el final, pues hasta ahora nunca han demostrado la menor su capacidad de reflexión sobre sus propias políticas. Permítaseme esta pequeña conclusión crítica.

 
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