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RECUERDOS SUELTOS

Campana de mi lugar

Mi padre me enseñó a leer pronto, hacia los tres o cuatro años. En una de las páginas de la cartilla se veía a un hombre con sombrero dejando atrás una iglesia de pueblo y, debajo, un poemilla: Campana de mi lugar / Tú me quieres bien de veras / Cantaste cuando nací, / llorarás cuando me muera.

Mi padre me enseñó a leer pronto, hacia los tres o cuatro años. En una de las páginas de la cartilla se veía a un hombre con sombrero dejando atrás una iglesia de pueblo y, debajo, un poemilla: Campana de mi lugar / Tú me quieres bien de veras / Cantaste cuando nací, / llorarás cuando me muera.
Siempre asimilé la imagen a la de la iglesia de mi aldea, que no quedaba en el centro del caserío, sino en un extremo, y de ella partía una pista polvorienta hasta la carretera de Orense a Pontevedra. Apenas pasaban coches por la aldea, pero sí los sencillísimos y elegantes carros gallegos, que avanzaban lentos, con sus ruedas musicalmente chirriantes, tirados por parejas de vacas color café con leche, que al andar bamboleaban sus cabezas y con ellas los grandes cuernos, mientras agitaban la cola y las orejas para espantar a las sañudas moscas.
 
Al lado izquierdo de la pista se extiende una tierra llana, as veigas, muy dividida en pequeños campos de maíz, de patatas, de tomates… Sobre los cultivos se alzaban contra el cielo decenas de artilugios de madera, troncos de árboles inclinados, con un peso de piedras en el extremo inferior, y, colgando del superior, una cuerda o un palo largo con un cubo al final. El tronco se hacían voltear, arriba y abajo, sobre un poste también de madera, ahorquillado, introduciendo el cubo en el pozo y sacando agua para el riego.
 
A la derecha de la iglesia asciende suavemente la falda ondulada de una colina, o outeiro, en cuya cima está el cementerio. Era un terreno de hierba, amarillenta en verano, con grupos de xestas o retamas, pero libre de los molestos toxos o aliagas, que vuelven impenetrables muchos bosques de por allí. Poblaban el outeiro espaciados robles y castaños, altos, de gruesos troncos. Cuando íbamos de vacaciones, mi padre solía subir hasta el cruceiro que hay delante del cementerio, y desde él contemplaba el amplio panorama de montes, bosques y cultivos; o bien se sentaba a leer bajo uno de los dos enormes castaños del lugar. Mi tío Pepe, por entonces sargento de aviación destinado en Badajoz, acostumbraba sentarse, en cambio, bajo algún roble, por la tarde, para estudiar inglés o ruso. Leía en voz alta textos rusos, cuyo tonillo me recordaba algo al del gallego.
 
En ocasiones yo me dedicaba a cazar por allí grandes lagartos verdes, mediante un cordel o tanza de pescar, a la que ataba un alfiler doblado con un saltamontes pinchado en él, colocándolo en algún sitio donde el reptil se hubiera denunciado por el ruido de las hojas secas. El lagarto, al morder el cebo, daba grandes saltos, pero se agotaba pronto. Todavía me da grima pensar en la crueldad que los niños usábamos con aquellos pobres bichos, causada en parte por el temor que nos inspiraban.
 
Nuestra casa, es decir, la casa de mis abuelos, estaba cerca de la iglesia, y daba por un lado al camino y por otro al outeiro. Por el lado del camino tenía una alta parra, y junto a la entrada, un cerezo. La visión de los racimos colgando de la vid, al final del verano, o de las rojas cerezas entre el verdor del árbol al principio, me provocaba una impresión difícil de describir, intensa y placentera. Por el lado del outeiro se levantaba un roble, en el cual vivía un mochuelo. Cuando cenábamos, en las cálidas noches veraniegas, oíamos su breve ulular, "uh…uh…", proveniente de la oscuridad, y yo sentía una emoción tenue y muy agradable, consoladora no sé de qué.
 
El outeiro mismo me causaba una fuerte impresión, y cuando estudiaba los primeros cursos, en los Maristas de Vigo, ya cansado de las clases en las tardes de invierno, me ensoñaba a menudo con la visión de la ondulada subida al cementerio, donde pacían algunas ovejas y al empezar el otoño brotaban cientos de flores de largos tallos, parecidas a los lirios, después de haber perdido meses antes las hojas. La naturaleza produce en nuestro ánimo sentimientos profundos, inasequibles a nuestra capacidad de racionalizar.
 
El cementerio es pequeño, muy evocador por su posición y paisaje, y rodeado por un bajo y grueso muro de piedras de granito gris con musgos y líquenes. Está construido sobre un antiguo castro, y tiene en el centro un pequeño templo o ermita, románica, con sus desgastados canecillos, algunos reconstruidos, y atribuida a los templarios.
 
La aldea tenía en Galicia una relevancia singular. En Vigo, cuando nos encontrábamos varios niños de corta edad, recién conocidos, nos preguntábamos: "¿Cuál es tu aldea?". La información no nos servía de nada, porque a cada uno sólo le sonaba la suya. La aldea antes aludida es muy pequeña, se llama Moldes, concejo de Boborás, cerca de O Carballiño, o Carballino, famosa por su balneario, sus ferias de ganado y el pulpo que tradicionalmente se comía en ellas. Allí me crié desde los pocos meses hasta los tres años, y así, mis primeras palabras fueron en gallego, y cuando volví a Vigo prefería los zuecos a los zapatos, aunque por poco tiempo.
 
Desde los dieciséis años no volví por la aldea, con alguna corta y ocasional excepción, hasta hará unos ocho. Cuántas cosas han cambiado. Por la vieja pista, ahora asfaltada, ya no circulan los musicales carros, sino flamantes automóviles y furgonetas. De as veigas han desaparecido los ingenios de madera, sustituidos por motores que llenan el aire con su pesado ronquido. El outeiro, muy estragado, está cubierto de vegetación salvaje, y muchos de sus magníficos árboles centenarios han sido talados clandestinamente; el entorno del cementerio abunda en flores de plástico, cristales rotos y otros desechos. El interior, sin embargo, sigue igual.
 
Allí están enterrados mis abuelos paternos, también un compañero de juegos algo menor que yo, Pepiño. Un día hablábamos del futuro, y él dijo: "Eu, o que me gustaría é gozar moito da vida, e cando xa fora un pouco vello e non podera mais, que alguén me pegara un tiro, sin que eu o sentise vir, e xa está". Fantasías extravagantes de adolescencia.
 
Antón Losada.Pepiño marchó a Méjico, tenía excelente instinto para los negocios y ganó bastante dinero, pero contrajo una enfermedad poco común y volvió a Moldes a morir. También está allí la tumba de su padre, y su madre sube todos los días a visitar las dos.
 
Con todos los veranos que pasé en Moldes, sólo hace poco supe que también los restos de Antón Losada, uno de los impulsores del nacionalismo gallego y de los promotores del grupo Nos, yacen en su camposanto. Al emplear esta palabra siempre me viene a la cabeza la vieja canción tabernaria: "Pobrecitos los borrachos, que están en el camposanto/ Que Dios los tenga en la gloria por haber bebido tanto"; perdonen la irreverencia.
 
Losada propugnaba un nacionalismo, más bien regionalismo, templado y bastante razonable, a pesar de sus fantasías históricas, en el fondo cómicas; y hoy batasunizado y echado a perder. Los nacionatas le han cambiado el apellido por Lousada, pues les suena más gallego, como el palabro Galiza. Era el rico del pueblo, dueño del pazo, hombre de extensa cultura, y falleció joven, con 45 años.
 
También aguarda allí el juicio final otro personaje, Manuel Chamoso Lamas, notable arqueólogo que al final de la Guerra Civil se ocupó de la recuperación de los bienes artísticos e históricos expoliados por el Frente Popular. Chamoso tenía un chalé frente a la casa de mis abuelos, pero yo nunca llegué a conocerlo. Al parecer, no hacía esfuerzos por mostrarse simpático.
 
Cuando volví a pasar unos días en la aldea subí hasta el cementerio con mi hija, de seis o siete años por entonces. Bajo el sol mañanero paseamos entre las losas sepulcrales y los nichos, entre las flores y la presencia de lo inexplicable, lo que sólo podemos aceptar, mejor o peor, pero no entender. Recordé la primera vez que ella, a quien tanto gustaban las palomas, vio una muerta, en la calle. Todavía no hablaba, pero entendía bien, y quedó mirando al animalillo, señalándolo con el dedo, la pena y el desconcierto pintados en el rostro, y diciendo "ah…ah", para que le explicase qué pasaba, por qué no se movía, tirado allí, patas arriba, junto a la acera. Una tía mía falleció pocos años después, y debimos revelarle que ya no iba a verla nunca más: "Se fue al cielo". "¡Vaya!, ¿y por qué no nos ha avisado?".
 
Por una juntura entre las piedras del muro de la ermita entraban y salían afanosamente las abejas. Estuvimos un buen rato contemplando sus movimientos en el silencio apenas turbado por el zumbido de innumerables insectos o el canto de algún pájaro. Cuántas veces se habría oído por allí, generación tras generación, el tañido de la campana de la iglesia de abajo del outeiro, cantando o llorando, quizá en vano.
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