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CRÓNICA NEGRA

Conductores farruquitos

Las ciudades se han llenado de atropellos. Hubo centenares en las grandes urbes españolas el año pasado, con decenas de muertos. Los coches marchan a toda velocidad, como si las calles fueran parte de un rally. Juan Manuel Fernández Montoya, Farruquito, el hijo de la Farruca, es un bailaor de fama internacional, con un arte que le sale de dentro y explota encima del escenario.

Las ciudades se han llenado de atropellos. Hubo centenares en las grandes urbes españolas el año pasado, con decenas de muertos. Los coches marchan a toda velocidad, como si las calles fueran parte de un rally. Juan Manuel Fernández Montoya, Farruquito, el hijo de la Farruca, es un bailaor de fama internacional, con un arte que le sale de dentro y explota encima del escenario.
Farruquito, en una de sus actuaciones.
Muy joven, ha conquistado Manhattan y el mundo. Antonio Miró le tiene por la persona más bella del momento, y Juan Manuel, de etnia gitana, escasa formación y triunfo vertiginoso, puede caer en la trampa de que todo es igual de fácil y que las normas no son para los elegidos.
 
Tal vez por eso, el 30 de septiembre de 2003 conducía un impresionante BMW de la serie cinco, a velocidad inadecuada, por el centro de Sevilla. Había comprado el coche, pero no tenía carnet de conducir ni llevaba seguro. Hizo todo lo que no debe hacerse al volante de un automóvil. Al llegar a un paso cebra no se detuvo y atropelló a Benjamín Olalla, de 35 años, chapista, que salía de un polideportivo y cruzaba confiado.
 
Según la acusación, Farruquito sintió el terrorífico golpetazo que desplazó varios metros a la víctima y la destrozó como a un muñeco, pero no paró. Luego ha confesado que tenía prisa por cargar su teléfono móvil, y que creyó que el hombre se había levantado por su pie. En cualquier caso, estaba rodeado de gente que seguro le estaban ayudando.
 
Farruquito provocó un atropello brutal y no se detuvo. Fue un conductor imprudente que se dio a la fuga, ignorando el deber de auxilio, como muchos otros farruquitos a lo largo del año. En su caso coinciden la imprudencia de ponerse al volante sin carnet, la de viajar sin seguro, la de conducir con exceso de velocidad, la de no respetar el paso cebra y la preferencia de los peatones, la de arrollar a la víctima y no prestarle socorro, la de huir y la de obstruir la acción de la justicia.
 
Item más: en un oscuro proceso, se hizo ayudar de supuestos cómplices, que se sientan con él en el banquillo, para echar la culpa a su hermano pequeño, de 15 años, aprovechándose, como tantos delincuentes, de la Ley del Menor. El hermano dijo ser él quien llevaba el vehículo y, por lo tanto, había cometido los supuestos delitos contra la seguridad del tráfico. El expediente estaba prácticamente concluido: la policía creyó que había sido el hermano, que mató a Benjamín en su inconsciencia irresponsable, pero que por no tener la edad penal saldría de rositas. Incluso fue informada la viuda del fallecido, que lo dio por bueno al ser la verdad oficial.
 
Sin embargo, cuando todo parecía terminado una investigación por otro asunto se cruzó para esclarecer la verdad: la grabación de una escucha telefónica pinchaba el fraude a la justicia. El que conducía era Farruquito, y el hermano se había presentado como cabeza de turco inducido por otros.
 
La cosa se convertía en una acusación muy seria: se pide, por parte del fiscal, tres años y tres meses de cárcel, además de las indemnizaciones pertinentes. La acusación particular eleva la petición a ocho años de cárcel. La pena mínima para entrar en prisión, cuando no se tienen antecedentes, como es el caso, son dos años.
 
¿Debe Farruquito ir a la cárcel? Si se prueban los graves delitos de homicidio imprudente y denegación de auxilio, desde luego. Y no porque sea una figura internacional, con la que haya que dar un escarmiento, ni porque pertenezca a la raza gitana y la justicia paya se exceda en estos casos, sino porque siendo una persona penalmente responsable –tenía 21 años– ha violado la ley poniendo en peligro la integridad y la vida de las personas. En eso no se pueden hacer distingos.
 
Como toda persona poderosa, Farruquito va por el mundo entre algodones, rodeado de servidores y aduladores que le hacen sentir que las normas no van con él. Igual que baila como los ángeles, puede conducir como Niki Lauda, porque todos los dones le son propios, y si comete algún fallo, como saltarse un paso cebra arrollando a un peatón, se lo quita de en medio con un zapateado.
 
Los días de calvario en la Audiencia de Sevilla, a los que acude en medio de un escuadrón de familiares y amigos, todo vestido de blanco, como la imagen pura de la inocencia, le demuestran cuán equivocado vive. El primero que demostró cómo un triunfador puede caer por el precipicio por un simple accidente de tráfico fue Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades. El fuego en que se quema la vanidad ha comenzado en la Audiencia de Sevilla, y Farruquito arde en él.
 
La guardia pretoriana que le conduce, abriendo paso y empujando periodistas, incluso ha arañado y dado un mordisco a una reportera gráfica. La tensión sube tal vez porque las crónicas no son favorables al artista, que permanece serio, atusándose la melena, todo vestido de blanco, y lleno de melancolía, como un ángel del baile que es… ¡y un demonio del tráfico! Quizá sin dar crédito a lo que está pasando... y que le pase precisamente a él, que se había comprado un coche imponente; lo conducía porque "sabía conducir perfectamente", según su declaración, sin necesidad de haberse presentado al examen del carnet, que obtuvo meses después del atropello y que ahora le quitarán durante años. Que no llevaba seguro, porque no se fija en esas cosas, que no son dignas de un dios menor.
 
La guardia pretoriana, digo, da muy mal rollo a todo el asunto, porque en el Estado de Derecho los príncipes gitanos echan pie al suelo de la carroza, como ciudadanos corrientes, para sentarse en los tribunales protegidos únicamente por la verdad que puedan desplegar en la sala.
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