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MEMORIAS ERRÁTICAS

De Lima al Titicaca

El forastero, al llegar a una ciudad, recibe una impresión que luego, en días sucesivos, ya engullido por el magma, va perdiendo. El forastero, al llegar, es todo observación. Va con las antenas desplegadas y capta un sonido de fondo que intenta interpretar. Con frecuencia desemboca en el tópico, pero a veces ni eso. A veces, no entiende nada. Hay interferencias, ruido, guirigay, hay señales contradictorias. En Lima pasaba eso. La perturbación era la única pauta reconocible.

El forastero, al llegar a una ciudad, recibe una impresión que luego, en días sucesivos, ya engullido por el magma, va perdiendo. El forastero, al llegar, es todo observación. Va con las antenas desplegadas y capta un sonido de fondo que intenta interpretar. Con frecuencia desemboca en el tópico, pero a veces ni eso. A veces, no entiende nada. Hay interferencias, ruido, guirigay, hay señales contradictorias. En Lima pasaba eso. La perturbación era la única pauta reconocible.
La catedral de Lima. Imagen tomada de http://vagamundos.net.
Jan había encontrado una pensión en el casco histórico. Era un barrio de calles ordenadas, con pequeñas tiendas y casas de comidas que exhibían los refrescos con los que hacer frente al calor y la humedad de la capital. La chicha morada reinaba entre ellos con su color llamativo. Y había también un lugar vegetariano, del que por instigación mía nos hicimos clientes. Lo llevaba un señor mayor, pulcro y gentil. Era el suyo un naturismo antiguo, todavía intocado por la moda New Age.
 
Había más vestigios de otras épocas, dejando aparte la arquitectura colonial, de la que Lima ofrecía inmenso muestrario. Un autobús nos llevó una tarde a una avenida flanqueada de grandes edificios que ostentaban banderas rojas, hoces y martillos, gigantescas pancartas. Se trataba de las sedes de las centrales sindicales y los partidos comunistas o asimilados. Edificios, banderas y pancartas lucían sucios y aviejados. Era una estampa sacada de un libro de fotos de los años 30.
 
Pero los rescoldos revolucionarios seguían vivos. Y tan vivos. Perú acababa de salir de un Gobierno militar que se apellidaba revolucionario. En el departamento de Ayacucho había nacido pocos años antes Sendero Luminoso, una guerrilla maoísta. La política flotaba en el aire como el smog limeño, y a nadie extrañaba que en un autobús una señora se pusiera a entonar, de pronto, una canción dedicada a Alán García, el líder del APRA, la Alianza Popular y, cómo no, Revolucionaria. Tenía, la mujer, buena voz.
 
Panorámica de Arequipa (imagen tomada de www.stallman.org).En la plaza de Armas, por la asociación de ideas que provocara encontrarse frente a la catedral, hubiera sido el momento de recordar la pregunta de la novela de Vargas Llosa: ¿cuándo se jodió el Perú? Pero aquella lectura adolescente estaba lejana. La catedral no era La Catedral. Y, de momento, no había llegado yo a la conclusión de que Perú estuviera jodido. Más tarde, sí.
 
Decidimos salir hacia Arequipa, la segunda ciudad del país, encomiada por sus tesoros arquitectónicos. La noche antes, paseando por las calles del centro, topamos con un patio donde daban una fiesta. Entramos, pensando que era pública, pero resultaba que no. Celebraban una boda, mas no pusieron inconveniente a nuestra presencia. Al contrario, se mostraron encantados de tener allí a dos extranjeros. Sólo hubimos de pagar un precio: bailar. En honor nuestro, y visto que en la "salsa" no descollábamos, pese a las lecciones, pusieron un rock and roll y nos hicieron corro para vernos. Jan se contorsionó como sacudido por una corriente eléctrica y fuimos muy aplaudidos.
 
Los autobuses peruanos eran admirables. No por su comodidad, pero por su resistencia. La de los vehículos y sus conductores. Iban a todas partes y por cualquier tipo de carretera o pista. Los viajeros también debían de aguantar lo suyo, y soportar con estoicismo los gustos musicales de los chóferes. En el primer tramo, entre Lima y Pisco, nos dimos cuenta de que no habría viaje sin casete. Que solía ser así, en singular: una sola casete para todo el recorrido. Vuelta y vuelta, y otra vez desde el principio. De ese modo conocimos, y aborrecimos, al dúo Pimpinela.
 
En Pisco, junto al mar, no tomamos el pisco sour, cóctel de los cócteles peruanos, sino ceviche, o cebiche. Pescado o marisco marinado en limón, un plato común a otras zonas pesqueras del mundo. En Filipinas se llamaba "kinilao". Los peruanos le añadían hojas de cilantro.
 
En Nazca topamos con el primero de los misterios que ofrece Perú y que encandilan la mente: los surcos, llamados "líneas", que componen figuras gigantescas, sobre cuyos autores y finalidad circulan variadas teorías, ovnis incluidos. Para apreciar los dibujos había que subir a una avioneta, pero no nos interesaba lo suficiente el enigma como para afrontar el gasto.
 
El autobús empezó a subir los Andes para llegar a Arequipa; y allí estaba, entre las montañas, una ciudad, por fin, de aire transparente y apariencia tranquila. No obstante, oímos relatos de violencia, de episodios que tenían lugar en las zonas rurales. La guerrilla no andaba lejos. El campo, nos dijeron, había quedado deshecho por la reforma agraria de Velasco, el general revolucionario. Las expropiaciones no habían mitigado, sino aumentado, la pobreza.
 
El lago Titicaca, desde Puno.Fue la primera explicación que escuchamos sobre alguno de los males presentes del Perú. Más adelante, nos darían la clásica: los españoles habían acabado con la divina raza incaica. Parecía más razonable la primera, incluso a oídos de europeos de historial izquierdista como nosotros, pero la otra tenía el poderoso atractivo del mito y de lo absoluto.
 
Llegó el momento de subir del todo: al lago Titicaca, a cuyas orillas se encontraba Puno. Después de unos pueblos y ciudades calmadas, como dormidas, llegábamos a un poblado con el ambiente del Far West. Había movimiento, viajeros, comercio y bullicio. Pero la altitud se dejaba notar. Estábamos a 3.825 metros sobre el nivel del mar. Subimos, renqueando, a algunas lomas de los alrededores para apreciar la vista.
 
En el hotelito ponían té de hojas de coca para mitigar el mal de altura. En el mercado podían comprarse las hojas y la piedra junto a la cual había que mascarlas para que el efecto fuera perceptible. Las vendía una mujer desdentada, de ojos hundidos. No era la mejor publicidad para el producto.
 
La gran atracción turística de Puno eran los uros, una tribu que vive en el lago, en unas islas flotantes hechas de totora, una planta con la que también construyen sus embarcaciones. Tocaba la visita de rigor. La tribu debía de vivir de los turistas, que pagaban por echar un vistazo a aquella forma de vida pintoresca y anacrónica. Eran gente simpática, acostumbrada a posar para las cámaras con su parafernalia de trajes y tocados. Nosotros no llevábamos cámara, pero fuimos igualmente bien recibidos.
 
Nos entreteníamos con estas cosas, pero no acabábamos de cogerle el gusto a aquel viaje. Íbamos de un lugar a otro y no topábamos con nada ni con nadie que nos sacara del promedio de mantenimiento. En ese secano anímico subimos al tren que iba de Puno a Cuzco. Aquello iba a ser otro cantar.
 
 
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