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VUESTRO SEXO, HIJOS MÍOS

El preludio

Queridos copulantes: El sexo es una actividad de riesgo en todo el reino animal, y es frecuente que un macho revestido con todo su plumaje de cortejo y concentrado en hacer el mono –aunque sea un urogallo– para llamar la atención de las hembras acabe, para su desgracia, llamando la atención de un zorro.

Queridos copulantes: El sexo es una actividad de riesgo en todo el reino animal, y es frecuente que un macho revestido con todo su plumaje de cortejo y concentrado en hacer el mono –aunque sea un urogallo– para llamar la atención de las hembras acabe, para su desgracia, llamando la atención de un zorro.
A pesar de todo, los animales, incluso los que más se parecen a nosotros, practican el sexo en público. Los humanos, en cambio, nos sentimos vulnerables y abochornados y necesitamos intimidad. Por eso, como no estamos familiarizados con el sexo desde nuestra infancia, vamos aprendiendo como podemos, con emoción y sorpresa a lo largo de nuestra vida.

La necesidad de intimidad es una característica de la práctica sexual humana porque somos más o menos monógamos y vivimos en sociedad. El aislamiento de las parejas durante el coito evita la promiscuidad, la violencia entre los varones y, además, es condición indispensable para formar parejas estables, unidas por lazos afectivos.

El ejercicio del sexo a la manera humana allá por los remotos tiempos de la sabana no debió de ser fácil. No había sosiego para las parejitas. Desde luego, los depredadores agobiaban mucho, pero los otros machos no eran mancos, precisamente. Ni siquiera se habían inventado los armarios para esconder al butanero. Se practicaba entonces lo que podríamos llamar sexo en precario, y debía de ser un asunto bastante estresante.

Pero la capacidad para resolver cuanto antes una situación que nos vuelve vulnerables es, ciertamente, una gran ventaja evolutiva. Por eso, durante la evolución, el varón capaz de eyacular con celeridad debió de tener más éxito reproductivo que el lento.

También fue estresante el sexo en época de Franco. Entonces los anticonceptivos estaban prohibidos y el sexo era cosa de casados o de prostitutas. A lo más que aspiraban los jóvenes en aquellos años era a darse el filete. Entonces se perseguía a las parejas con aversión y encono. Los novios buscaban la oscuridad y el follaje –follaje de hojas, porque en el otro no cabía pensar–. Los guardias del Retiro gastaban disfraz de gato con botas y corneta, y andaban por la fronda metiendo miedo y poniendo multas. Los acomodadores de los cines de sesión continua eran sádicos con muy mala idea y enfocaban con sus linternas las últimas filas a ver si pillaban a alguien metiendo mano, y era todo un puro escarnio.

Algunas discotecas cómplices acogían a parejas que bailaban abrazadas, entre susurros y besos de tornillo, casi a oscuras, canciones de amor lentas y desgarradas, que han quedado para siempre marcadas en la memoria de una generación enamorada. Los más afortunados disfrutaban de un coche, y eso les costó casarse de penalti.

Queridos jóvenes de ahora que podéis obrar en libertad, queridas chicas que en vez de sexo parece que tenéis una ONG: Os diré que he hablado con mujeres de todas las condiciones sociales que vivieron aquella época y, aunque os parezca raro, recuerdan con nostalgia cuando salían de casa con el corazón palpitante, bien rociadas, de L’air du temps, regalo de la madrina por Reyes –si era una niña bien–, o de Maderas de Oriente, comprado en la droguería del mercado –si era chica sencilla–, a reunirse con su novio. Aunque más tarde se casaron y tuvieron todo tipo de facilidades para poder practicar un sexo relajado, echaron de menos aquellos años en que se hacía, durante horas, todo lo que se puede hacer sin la penetración y que luego apenas se hace.

Los varones bien educados deben ser mañosos y pacientes y aprender a manipular el cuerpo de una mujer como un piloto de acrobacia aérea manipula su tablero de mandos, con objeto de superar la falta de armonía entre los sexos, para que su compañera quede, como él, satisfecha. Y ella, a su vez, debe ser activa.

El doctor Torjmand cita los estudios de Gebhard, un director del Instituto Kinsey en Indiana, que ha demostrado que existe una correlación estadística significativa entre el tiempo de preludio, la duración de la penetración y la tasa de orgasmos femeninos. Fijaos bien:
1) En los matrimonios muy felices sólo el 4% de las esposas no tiene orgasmos.

2) Si los preludios anteriores a la penetración se prolongan durante 21 minutos, sólo el 7,7% de las mujeres permanece en la anorgasmia.

3) Cuando la fase de penetración excede de 16 minutos, sólo el 5,1% de las mujeres se queda sin su orgasmo.
Desde luego, un hombre no necesita un matrimonio muy feliz, ni 21 minutos de preludio ni, por supuesto, 16 minutos de penetración para pasarlo bien. La armonía entre los sexos es, no cabe duda, un logro cultural.

Por otro lado, lo de los 16 minutos de penetración me parece, más bien, cosa de virtuosos. Según este estudio, todo el sexo masculino, salvo excepciones, sería una plasta sexual deplorable, puesto que la media de tiempo de eyaculación es mucho menor: 4 minutos en Estados Unidos, según dijimos el otro día.

Además, la vagina no ha evolucionado para sufrir 16 minutos seguidos de restregones cada dos por tres. Es un órgano susceptible de padecer irritaciones y laceraciones. Otro problema reside en su localización, pues está situada entre la uretra y el intestino. Con tanto jaleo ahí abajo se puede infectar la uretra, y entonces es cuando aparece una cistitis, que antes se llamaba "la enfermedad de la novia" porque incidía, sobre todo, en las recién casadas que se pasaban el viaje de novios en estado febril visitando las toilettes de Paris o Palma de Mallorca y preguntándose qué habían hecho mal para merecer semejante castigo.
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