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MEMORIAS ERRÁTICAS

El tren a Cuzco y un doctor Fausto

Si Puno presentaba trazas de pueblo de western, no de spaghetti pero de hojas de coca, el tren que desde allí partía con destino al Cuzco, más. No era como aquel que los hermanos Marx convertían en leña; tal vez, de la siguiente hornada. Era pequeño, incómodo y coqueto, aunque se le habían deslucido los colores. Sus asientos de madera iban abarrotados y cuanto espacio libre quedaba, cubierto de bultos. Algunos gallos y gallinas que no pagaban billete hacían notar su presencia.

Si Puno presentaba trazas de pueblo de western, no de spaghetti pero de hojas de coca, el tren que desde allí partía con destino al Cuzco, más. No era como aquel que los hermanos Marx convertían en leña; tal vez, de la siguiente hornada. Era pequeño, incómodo y coqueto, aunque se le habían deslucido los colores. Sus asientos de madera iban abarrotados y cuanto espacio libre quedaba, cubierto de bultos. Algunos gallos y gallinas que no pagaban billete hacían notar su presencia.
Vista nocturna de la Plaza de Armas de Cuzco.
Decían que existía una primera clase, pero no llegamos a verla. Nos acomodamos o desacomodamos en segunda, y allí permanecimos cuantas horas duró el viaje.
 
La distancia entre Puno y Cuzco no excedía en mucho los trescientos kilómetros, pero el tren se la tomaba con calma. Unas once o doce horas tardaría en recorrerla. El terreno era abrupto. Por gargantas, lomas y valles, por el paisaje que puede esperarse entre montañas del tenor de los Andes, pasaría con prudencia el pequeño convoy. Puno, a sus 3.825 metros, se hallaba a más altitud que la capital andina del Perú, pero el tren debía sortear un paso situado más cerca de las nubes, a 4.319 metros sobre el nivel del mar. Se llamaba La Raya.
 
Subimos al tren ignorando tales datos, pero un señor instruido, sentado en el asiento opuesto al nuestro, nos fue suministrando información. Conversamos con él entre el guirigay de charlas, lloros de bebé, cacareos y el ruido propio de los trenes. Era maestro, y cuando al cabo de las horas tuvo más confianza entramos en el sombrío y atractivo tema de los males de la patria.
 
Francisco Pizarro, conquistador del Perú.La visible decadencia de su país venía de lejos, de muy, muy lejos. Con la suavidad de maneras que suelen desplegar los suramericanos, pero perceptible el reproche de fondo, me preguntó si no sabía yo lo que habían hecho en el Perú los españoles. Le respondí que sí, pero que aquello había ocurrido, según mis noticias, unos quinientos años antes.
 
Pues como si hubiera sido hace un millón. Porque de no haber desaparecido la raza incaica, fuerte y portentosa, de otra forma pintaría el presente de Perú. Nos dibujó a grandes trazos aquel pasado glorioso, los avances e ingenios de la civilización destruida, y todo lo que pudo ser y no fue por culpa de mis compatriotas del siglo XVI. Mientras el profesor, de piel blanca y rasgos españoles, invocaba a los incas, sus descendientes dormitaban a nuestro lado, tratando de hacerse más llevadero el viaje.
 
En las paradas subía al tren más gente. Se apretujaban los pasajeros en los asientos para dejarles sitio, y cuando ya no había dónde los nuevos iban de pie. Por fortuna, a aquella altitud, no hacía calor. El viajero occidental, que en su país soporta malamente las aglomeraciones en el metro y el autobús, sin embargo las aguanta y hasta disfruta de ellas fuera de su hábitat. Los nativos se ajustan como piezas de un puzzle, no se sulfuran por ir como sardinas en lata, y el forastero predispuesto vive la experiencia como una oportunidad para el contacto y el conocimiento.
 
Nosotros no éramos una excepción. En aquel vagón teníamos, por fin, la impresión de acercarnos a los esquivos y herméticos peruanos. Y, como en los jeepneys filipinos, también allí podía imaginarse uno embarcado en un viaje de transcurso imprevisible, con ignotos peligros que sólo la pericia de los conductores y la resistencia de los viajeros permitirían sortear.
 
De momento, el único peligro, si así podía llamarse, venía de las dificultades del tren para remontar las alturas. Paró de pronto, y nos anunció el maestro que llegábamos al punto culminante. La Raya. Había que tomar aire. La máquina y los viajeros. Decían que había oxígeno para aquellos que sufrieran mal de altura. Un señor muy anciano parecía el único afectado en nuestro vagón. Su acompañante le daba aire con un pañuelo. Empezó la escalada. Lentamente, el tren marchó por una cuesta arriba recta y de pendiente pronunciada, entre los gritos de las vendedoras que se arremolinaban en torno a las ventanillas, ofreciendo comida.
 
En Cuzco se dispersó la camaradería ferroviaria y nos encontramos, de nuevo, en nuestra burbuja. Apareció un hostal de medio pelo y, enseguida, un restaurante, que abría sus puertas bajo los soportales de la Plaza de Armas, flanqueada por dos imponentes iglesias y la catedral, más palacios y casas coloniales. Tal vez fuera por la altura, y por el fondo de montañas que la rodeaba, que la ciudad tenía un aire alpino, que se encargaba de desmentir su arquitectura de marca española.
 
Machu Picchu.El dueño del restaurante se llamaba Fausto, y al cabo de un par de días se había convertido en nuestro hombre de confianza en la ciudad. Andaba más allá de la cuarentena y sentía gran afición por lo sobrenatural, lo paranormal y el ocultismo. Se había establecido en Cuzco porque creía que allí estaba cerca de uno de los centros espirituales del planeta, el Machu Picchu.
 
Sostenía que Cuzco era un "ombligo" del mundo, como su nombre significaba en quechua, y que el Machu Picchu era uno de los dos polos magnéticos que, aparte del Sur y el Norte, tenía el planeta. El otro se encontraba en la cordillera del Himalaya, en el Tíbet, y entre ambos había conexión. Todos los años subía a las ruinas incaicas, en la noche de uno de los solsticios, para celebrar una ceremonia que reproducía aquella que, según su saber y entender, hacían en las mismas fechas los antiguos incas.
 
La ciudad ya era entonces un centro turístico, pero eso no obstaba para que una de las callejuelas que desembocaba en la plaza, entre dos iglesias, fuera el urinario de la zona y casi intransitable por el olor. No era temporada alta, y en nuestro hostal sólo había un puñado de extranjeros. Con uno de ellos, un venezolano jaranero, fuimos un día al Machu Picchu. Había tours organizados, pero quisimos ir por nuestra cuenta. Y después de viajar a Aguas Calientes, un centro termal de aspecto descuidado, fuimos caminando entre los campos y la vegetación hasta el lugar misterioso.
 
Era un buen día para subir a la ciudad secreta. No había nieblas ni nubarrones, ni hacía tampoco calor. Pagamos la entrada y decidimos subir primero a uno de los picos. Durante más de una hora ascendimos por una senda hasta que llegamos a la cima. La vista daba vértigo. El río Urumbaba se veía allá abajo como una serpiente plateada. Nos sentamos sobre unas piedras. Fuera por la altura o por los relatos de Fausto, empezamos a percibir algo especial. ¿Sería el magnetismo? Al contemplar el panorama desde aquella punta de aguja, entraban ganas de echarse a volar. Eso era alarmante y bajamos.
 
Paseamos entre las ruinas de los templos y de las casas, tratando de imaginar cómo habían vivido sus habitantes, miembros de una élite de la aristocracia inca que allí se había refugiado tras la invasión española. Los restos estaban bien conservados y llevaban nombres como Templo del Sol, Templo de la Luna, Templo de las Tres Ventanas o Casa del Inca. Pero más aún que las edificaciones nos impresionaría una piedra de forma singular: el observatorio astronómico. Después de varias horas en trance regresamos a nuestra civilización, que nos resultaba algo más comprensible.
 
 
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