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PANORÁMICAS

Ésta no es la casa de la pradera

Con su primera película estrenada en cines en España, Un cuento de navidad, Arnaud Desplechin pretende refutar, podríamos conjeturar, aquel otro célebre cuento de navidad de Dickens.

Con su primera película estrenada en cines en España, Un cuento de navidad, Arnaud Desplechin pretende refutar, podríamos conjeturar, aquel otro célebre cuento de navidad de Dickens.
La moraleja del magnífico relato del inglés es que, resumamos y simplifiquemos, los buenos sentimientos al final triunfan: consiguen cambiar incluso el carácter del agrio ogro Scrooge. El director francés no pretende demostrar lo contrario, sería demasiado fácil y grosero, sino más bien mostrar que los afectos y los deseos forman una trama compleja, contradictoria y mutante. Que la confianza que dé asco, cuando se rompe el amor de tanto usarlo, pero también puede ser maravillosa, si hay ternura y comprensión. Que la gracia y la desgracia están indisolublemente unidas. Y ni siquiera la muerte las separa.

Porque la parca no acaba con los lazos familiares. Éstos continúan a través de los genes innatos y los memes aprendidos. Comienza la película en un cementerio en el que está enterrado un niño (Joseph) que murió por una enfermedad genética. Sus padres concibieron un nuevo hijo para que, trasplante de médula mediante, el primero pudiera salvar la vida, pero resultó que no fueron compatibles. Al habla Abel (Jean-Paul Roussillon), el padre de las criaturas:
Mi hijo está muerto. Miré en mi interior y me di cuenta de que no sentía dolor. El sufrimiento es un lienzo pintado. Las lágrimas no me acercan al mundo. Mi hijo cayó de mí como la hoja de un árbol, y no perdí nada. Joseph es ahora mi fundador. Esta pérdida es mi fundación. Joseph me ha hecho su hijo. Y yo siento una alegría inmensa.
Muchos años después, esa misma enfermedad, la maldición de los Vuillard, amenaza a la matriarca del clan, Junon (una espléndida Catherine Deneuve). Pero ahora hay dos posibles donantes: su hijo Henry (el actor fetiche de Desplechin, Mathieu Almaric), bocazas irrecuperable, fracaso existencial andante al que la propia Junon no tiene en demasiada estima, y su nieto, desequilibrado y frágil de cuerpo y alma. Alrededor de este núcleo trágico, Desplechin elabora una sutil comedia agridulce, explícitamente deudora de los dramones existencialistas de Ingmar Bergman (Fanny & Alexander, Sarabanda) y de las divertidas y kafkianas tropelías de Wes Anderson (Los Tenenbaums, Viaje a Darjeeling), en la que sobrevuela ese savoir faire tan característico del cine francés: cultismos de la expresión, puesta en escena elegante, detallismo en el gesto. En definitiva, una estética del Grand Style.

Mientras miraba y admiraba la cinta de Desplechin me venía a la cabeza aquella obra maestra de la televisión de mi infancia, La casa de la pradera. La grandeza de aquel retrato costumbrista, rural e ingenuo residía en su apabullante autenticidad, la fe sin complejos en una serie de convencionalismos familiares que se exponían a flor de piel. No me extrañaría, estimado lector, que aquella sintonía que sonaba mientras la pequeña Laura Ingalls descendía corriendo y sonriente un prado de flores blancas estuviese resonando ahora en su cabeza.

Fue bonito mientras duró, pero ahora despierte. Aquello era un cuento de hadas. Ahora nos enfrentamos a un cuento de brujas. Desplechin se demora, paciente como un entomólogo examinando una nueva variedad de insectos, en la madre desnaturalizada, la primogénita histérica, el mediano alcohólico, el menor cornudo, la nuera libertina, el primo depresivo, el padre demediado, el yerno violento, el nieto idiotizado y la amante del alcohólico, humorista a fuer de judía. Los calificativos son míos y a título meramente polémico porque, y aquí reside la gran baza de la película, Desplechin no sólo no los juzga, sino que tampoco pretende hacer una requisitoria contra la institución familiar. Los retratos de cada individuo son demasiado vivos, estrictamente personales, para que los acompañemos a través de las casi tres horas de proyección comprendiendo sus razones, sus sinrazones, sus amores y ardores. Humanos, demasiado humanos, sí, dependientes de la senda de una genealogía de la genética y la inmoralidad familiar. En definitiva, Un cuento de Navidad es la versión en ficción de aquel brutal documental sobre la familia de los Panero que rodó Jaime Chávarri, El desencanto. O como si alguien se hubiera tomado en serio como modelo de familia a los Monster.

Acompañados por Emerson, Nietzsche, Shakespeare y Heaney, siguiendo esa tradición francesa de no avergonzarse de ser cultos, Un cuento de navidad invita al análisis y la reflexión sobre uno mismo y sus circunstancias. Al revés que en el sueño puritano de Michael Landon, justamente en dirección opuesta, Desplechin aprovecha la celebración de la más estereotipada de las fiestas, la Navidad, para hacer un homenaje realista, crudo, en carne viva, a una familia herida e hiriente, gozosa y dolorosa. En mi secuencia favorita, Junon y Henry, madre e hijo que se soportan a duras penas, que se ignoran con cordial indiferencia, destinados por la vida a encontrarse en el desafío de la muerte, comparten una Misa del Gallo humilde y sentida en la que es una de las más dulces secuencias religiosas filmadas, en la más profana de las películas.


UN CUENTO DE NAVIDAD (Francia, 2008, 150 min.). Dirección: Arnaud Desplechin. Guión: Arnaud Desplechin y Emmanuel Bordieu. Intérpretes: Catherine Deneuve, Jean-Paul Roussillon, Mathieu Almaric, Anne Consigny, Melvin Poupaud. Calificación: 9/10.

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