Menú
MEMORIAS ERRÁTICAS

La isla y sus Robinsones

¿Qué llevarse a una isla no del todo desierta pero apartada de las rutas de la civilización? Lo primero es lo primero: comida. En Cagayán de Oro, último punto donde había comercios antes de que tocara internarse en el retiro isleño, hicimos compras. Jan era adicto al cacao soluble, y con eso y alguna otra fruslería nos subimos al jeepney de rigor hasta el lugar de donde salían las barcas que llevaban a Camiguin.

¿Qué llevarse a una isla no del todo desierta pero apartada de las rutas de la civilización? Lo primero es lo primero: comida. En Cagayán de Oro, último punto donde había comercios antes de que tocara internarse en el retiro isleño, hicimos compras. Jan era adicto al cacao soluble, y con eso y alguna otra fruslería nos subimos al jeepney de rigor hasta el lugar de donde salían las barcas que llevaban a Camiguin.
La isla de Camiguin, vista desde Matangale.
La casa que había alquilado Jan estaba entre cocoteros, no lejos de la playa, y se alzaba sobre pilotes. No tenía agua corriente ni electricidad, ni nada parecido a un retrete. Tampoco muebles, excepción hecha de unas sillas bajas. Se dormía sobre el suelo, que era de madera. Y se comía en el suelo. Como hacían los lugareños. La vida allí no era, ni de lejos, tan dura como la de un Robinson Crusoe, pero se daban las condiciones que le curan a uno, si se deja, de la idealización romántica del regreso a la naturaleza.
 
Las indispensables tareas domésticas, como conseguir agua, lavar y cocinar, requerían tiempo y esfuerzo. Y eso que contábamos con un ayudante doméstico. El hijo de Nilo, que era el dueño de la casa, venía al amanecer, encendía el fuego de la cocina y ponía a cocer el arroz. Luego se dedicaba a pulir el suelo con cáscaras de coco. Era un chico de doce o trece años, silencioso y sonriente, tímido ante los extranjeros.
 
Una mañana le convencimos para que probara el refrito de verduras que habíamos preparado para desayunar. Jan le había echado rodajas de raíz de jengibre, y el pobre chaval tuvo la mala fortuna de comerse una entera en el único bocado que tomó. ¡Qué gritos dio! Era muy picante y nosotros no la comíamos; sólo la usábamos para dar algo de sabor. Nunca volvió a fiarse de nuestras habilidades culinarias.
 
Y eso que nos esmerábamos. En aquella cocina, donde había que librar batalla con las hormigas que entraban hasta en los botes cerrados y se dependía de un fuego caprichoso, tratábamos de preparar platos sofisticados con ingredientes simples. Algo salía, e íbamos comiendo. En el mercado de Mambajao comprábamos el arroz, un arroz rojizo, más basto que el blanco, y las verduras y frutas que tuviéramos la suerte de encontrar. No había variedad ni abundancia.
 
La noche, que caía hacia las seis, era el momento Petromax. Es ésta una lámpara que funciona con petróleo, indispensable en las zonas sin electricidad. En tiempos, también se usó en España. Que se estropeara era un desastre que le dejaba a uno a merced de alguna vela, y se hacía aún más difícil cocinar. De vez en cuando un viejo que se dedicaba al arreglo y mantenimiento de aquél y otros artilugios pasaba por allí y le dispensaba varias horas de delicada cirugía. Era un espectáculo verlo trabajar.
 
El Petromax atraía todos los bichos voladores. Los mosquitos eran el otro frente abierto, y más encarnizado que el de las hormigas. Para espantarlos se quemaban unas espirales verdes que sueltan un olor parecido al incienso. En otros lugares de Filipinas se dormía siempre bajo el mosquitero, pero allí no teníamos: había que contentarse con las espirales y la buena suerte. Y el Bálsamo de Tigre, que era el ungüento para todo.
 
Una vez en Camiguin, a Jan se le quitaron las ganas de exploración y apenas se movía de la casa. En los aledaños había una casa antigua de mejor factura, con ventanas de finas placas de nácar a modo de cristal y los balcones de madera típicos de la arquitectura colonial. Tal vez la isla había conocido tiempos más prósperos. Ahora, la vida en ella parecía apagada. Yo iba a la playa, que estaba desierta. Al sol del mediodía me tumbaba sobre la arena cenicienta, sin otra protección que un aceite de coco que debía refreír aún más la piel. El calor en seguida resultaba insoportable. Las aguas del mar eran turbias.
 
Visto en foto, el lugar aquel se consideraría paradisíaco. Pero no se vive en las fotos. Y hasta del paraíso se cansa uno, cuando no hay humanidad con la que codearse. La inactividad no me sentaba. Traté de leer Los tristes trópicos de Levi Strauss, que no era lectura para levantar el ánimo. El momento de más alegría fue cuando aparecieron unos extranjeros.
 
¡Europeos! ¡Por fin alguien con quien hablar! Venían a echar un vistazo con la idea de montar un hotel de cabañas, especializado en buceo. Supe, años después, que lo habían montado. Salió en las noticias que un tifón se lo había llevado por delante.
 
Había conseguido aplazar mi regreso a España, pero no iba a pasar el resto del tiempo haciendo de Robinsona. Algo más quería ver de Filipinas, y como Jan no quería moverse me marché yo. Deshice el camino andado, aunque esta vez fui directa de Cagayán de Oro, en barco, hasta Manila. La metrópoli me pareció más hermosa. Al menos, desbordaba de gente y de movimiento. Me instalé en una Travellers Pension cerca del barrio de Ermita.
 
Portada de una edición en portugués de EL TAO DE LA FÍSICA.Por la pensión circulaban los mochileros, alemanes y suizos en su mayoría, aunque también vivían allí algunas chicas filipinas asiduas de La Española. Una me contó que esperaba encontrar marido entre los occidentales que acudían al local. Ya se carteaba con un candidato, pero todas las tardes se arreglaba primorosamente y salía a probar fortuna. Quería vivir en un país europeo, como una amiga suya. Estaría lejos de su país y de su gente, en un sitio frío y, a lo mejor, feo, pero tendría una casa como es debido y una cocina con electrodomésticos.
 
Un día marché al norte de la isla de Luzón, a Baguio. Era, según decían, la estación de veraneo de los filipinos con posibles, la Suiza de Filipinas, con un clima más templado, en el que no se precisaban ventiladores –en la pensión se dormía con él puesto– ni aires acondicionados. En el mismo autobús conocí a una chica que me ofreció alojamiento en su casa a cambio de unos pocos pesos.
 
Pero en Baguio descubrí pocas cosas en las que entretenerme y pasé gran parte del tiempo leyendo un libro que acababa de comprar en Manila: El Tao de la Física, de Fritjof Capra. De regreso, en otro autobús, no sé qué comentarios metafísicos le haría a mi compañera de asiento, pero me dijo: "Esas ideas las podéis tener vosotros, los de países desarrollados, pero nosotros todavía estamos en la supervivencia".
 
En Manila tuve que renovar mi visado, que era un acto que requería paciencia y buen humor. En la cola o montón de gente que se formaba ante el burócrata que dispensaba el plácet conocí a un americano, que estaba allí, me dijo, por negocios. Se interesó por mi condición, que yo casi había olvidado, de periodista, y se ofreció a presentarme a amigos suyos que tenían puestos subalternos en el Gobierno filipino.
 
En esos momentos Ferdinand Marcos, que había instaurado la ley marcial hacía décadas y regía dictatorialmente el país para provecho suyo y de sus cronies, había convocado un referéndum.
 
 
0
comentarios