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LATINOAMERICANOS EN PARÍS

La maja anónima

Lo del anonimato es sencillamente que no recuerdo su nombre, un fallo de memoria, y, por lo tanto, la llamaré María Cristina. Era venezolana, guapa, rica y algo mecenas.

Lo del anonimato es sencillamente que no recuerdo su nombre, un fallo de memoria, y, por lo tanto, la llamaré María Cristina. Era venezolana, guapa, rica y algo mecenas.
Se interesaba particularmente por la Galèrie du Dragon, sita en la calle del mismo dragón, que fue la de Nina y que, involuntariamente por culpa mía, había sido cedida a Max Clarac-Serou, un chaval entonces, poeta digamos discreto y muy aficionado a las artes. Max no era latinoamericano, sino francés del sureste, no sé si oriundo de Perpiñán o de Montpellier, y presumía de hablar español, y aparte de haber demostrado ser un bastante buen galerista, tuvo una curiosa colección de mujeres, todas ellas latinoamericanas: amantes, asociadas, como Cecilia Ayala, y hasta una esposa peruana, con la que tuvo una hija. Pero también era muy amigo de Matta, y de otros artistas latinoamericanos.

María Cristina, por lo tanto, frecuentaba dicha galería y a su galerista. Hubo varios encuentros, citas y copas, pero quiero recordar dos cenas en casa de María Cristina. La primera, en su lujoso piso de la avenida Henri Martin, y la otra, años después, en el piso del Quai de Conti, o del Quai Voltaire. Ni idea de cómo fuimos invitados a la avenida Henri Martin, me imagino que Nina, teniendo prestigio en los círculos artísticos parisinos debido a su labor en la galería, conoció a María Cristina, que ella fue la invitada y me llevó. Me doy cuenta, con tristeza, de que mi memoria me falla cada dos por tres, porque si recuerdo ese lujoso e inmenso piso, no recuerdo a todos los invitados.

Estaba Max Clarac-Serou, y ese pintor que firmaba Saly, que me pareció tan melancólico como sus cuadros y que terminó suicidándose, tirándose al Sena, como tantos hombres ilustres y desesperados. También recuerdo que, buscando el retrete, pasé delante de una habitación cuya puerta no estaba cerrada del todo y pude ver a María Cristina agarrada a Max Clarac-Serou, en actitud suplicante, enamorada: "¿Por qué no me quieres más?"; y él, frío y distante, y al ruido de mis pasos, se aprovechó para separarse, pero demasiado tarde. Lo vi todo. No pasa nada. Fueron amantes. ¿Y qué?

En ese mismo lujoso piso conocí al marido de María Cristina, Juan Liscano (¿o Lizcano?). Vivían más o menos separados entonces, y me han dicho que se han divorciado. El caso es que yo, tan monstruosamente sectario por aquellos años, sentí simpatía por Juan Liscano, quien, con mucha fina ironía, me decía: "Aquí, en París, todos me desprecian, porque, por lo visto, soy de derechas". Ser "de derechas", en su caso, significaba no participar del delirio progre y proguerrillero –lo más lejos posible– de toda esa alta burguesía latinoamericana que se las daba de izquierdista en París.

Liscano me regaló un libro de poemas suyos y varios ejemplares de la revista literaria que dirigía, que me parecieron sumamente interesantes pero que he perdido en alguna de mis mudanzas, a menos que sigan en un baúl en ese sótano cuya entrada me está vedada por esos dragones que yo me sé.

La segunda cena que quiero recordar en casa de María Cristina tuvo lugar varios años después en Quai Conti o Quai Voltaire, donde las habitaciones eran menos inmensas que en la avenida Henri Martin; en cambio, las ventanas daban al Sena, al bello Sena, y el edificio tenía todo el encanto del Vieux Paris.

No estaba Max Clarac-Serou, se había terminado; en cambio, estaban las dos jóvenes hijas de María Cristina, bellísimas, que no dijeron esta boca es mía, y que seguramente esperaban con impaciencia que la cena de mamá se terminara para ir a bailar en discotecas, o cosas peores. Ellas no dijeron nada, pero sus miradas sí.

Como invitados de honor estaban Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier. Cuando nos invitó a Nina y a mí, María Cristina me dijo: "Estoy segura de que te encantará conocer a tan ilustres escritores. ¿Los has leído?". "Claro que sí". Me repugnaron. Feos, más fofos que gordos, se pasaron las horas hablando de dinero y exclusivamente de dinero. Hasta el punto de que yo pensé proponerles organizar una colecta a su favor, tanto se quejaban, pero no me atreví; no por temor a ofenderles, sino por María Cristina, que, dentro de lo que cabe, me resultaba simpática.

Carlos Fuentes.Miguel Ángel Asturias aún no había recibido el Premio Nobel –que, supongo, debió de aliviarle económicamente–, pero ya había sido embajador de Guatemala en París, y a las órdenes de un gobierno ultrarreaccionario, se decía. Como ocurrió con Carlos Fuentes, quien fue embajador de México, también en París, cuando la masacre de estudiantes de la Plaza de las Culturas, que tenía por objetivo limpiar el DF antes de los Juegos Olímpicos, y no dimitió. Siendo miembro (¿o presidente?) del jurado del festival de cine de Cannes, en 1977, le entrevisté para Diario 16 y le pregunté sobre esa cuestión, para fastidiarle. Condenó rotundamente la matanza, pero justificó, con increíbles sofismas, su permanencia en el cargo de embajador, algo esencial para el porvenir de "la Humanidad sufriente".

Los viajes y estancias en Europa, y, en ciertas épocas, sobre todo en París, forman parte de la tradición latinoamericana, y no sólo para artistas y escritores, también para hombres de negocio y políticos, o candidatos a serlo. Los que yo conocí, ricos o artistas, y a veces artistas ricos (también califico de artistas a los escritores, ocurre que lo sean), eran todos de izquierda, y mucho más de izquierda en París que en sus países de origen. No sé por qué esa contradicción, o esa hipocresía, me resulta más evidente entre los latinoamericanos que conocí –y conozco– que entre otros parisinos de origen extranjero, y no hablemos ya de los ciudadanos de Europa del Este, sometida a la URSS, que eran todos, clara y rotundamente, anticomunistas, mientras que los latinoamericanos, millonarios o no, se decían todos comunistas o simpatizantes, prosoviéticos y antiyanquis. Pero en París, no en México DF, Buenos Aires o Caracas. Y no recuerdo que ninguno de esos comunistas en París hubiera sido miembro del PC en su país. Ni guerrillero. Defendían las guerrillas desde el Barrio Latino.

No ignoro que hubo guerrilleros en América Latina, y que algunos pasaron por o vivieron cierto tiempo en París; hablo de los que conocí, y, salvo mis breves relaciones con la embajada de Cuba, sólo conocí a un guerrillero colombiano, pero era un arrepentido (ya he escrito sobre él, y volveré a hacerlo). Se trataba en realidad de una moda, un conformismo y una imbecilidad. Personas como Juan Liscano o Ricardo Paseyro constituyen la excepción que confirma la regla.

He dicho "imbecilidad" y lo mantengo, pero si pasamos unos segundos de la política a la literatura, que no es lo mismo, pese a lo que escribe Mario Vargas Llosa, hay que reconocer que lo que se calificó de boom no fue una invención de Carmen Balcells. Desde luego, supo muy hábilmente venderlo, y darlo a conocer al mundo; pero no vendía pedos: vendía literatura, y buena literatura. Y si los autores aquí citados, Asturias y Carpentier, no figuran entre mis autores preferidos, novelistas son. Mucho más, en todo caso, que Rosa Regàs. Y eso nada tiene que ver con el rechazo que me produjeron durante aquella cena, Quai de Conti o Quai Voltaire, en casa de la bella, rica e ingenua María Cristina.

Me temo que voy a tener que volver a hablar del boom, de mi odiado realismo mágico y del peor de todos, Gabo García Márquez.


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