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RECUERDOS SUELTOS

Una vieja foto

Cuando yo estaba en el Ateneo andaba por allí un cubano llamado Guillermo, con bastantes años ya en España y aficionado a la fotografía. Mirando una vez fotos antiguas de Cuba, de trabajadores en algún ingenio azucarero, comentó: "Cuando veo estas fotos siempre me pregunto: ¿qué habrá sido de esta gente, qué vida habrán llevado?". La misma sugestión he tenido a menudo.

Cuando yo estaba en el Ateneo andaba por allí un cubano llamado Guillermo, con bastantes años ya en España y aficionado a la fotografía. Mirando una vez fotos antiguas de Cuba, de trabajadores en algún ingenio azucarero, comentó: "Cuando veo estas fotos siempre me pregunto: ¿qué habrá sido de esta gente, qué vida habrán llevado?". La misma sugestión he tenido a menudo.
Ahí vemos a una o varias personas posando para dejar testimonio de su estancia en la vida, un testimonio ilusorio, pues, salvo sus allegados, nadie sabe nada de ellos. La gran mayoría de sus semejantes apenas manifestarán una vaga curiosidad, y sin embargo allí están, inmovilizados, su ademán y su mirada, como tratando de revelarse, proponiendo la resolución de un enigma: ¿quiénes son, qué han hecho y qué les ha ocurrido en la vida?
 
La foto sólo nos revela su existencia, su realidad, pero, concentrado en su imagen, queda un mundo imposible de discernir. Podemos especular sobre cuanto les concierne a partir de nuestra experiencia personal, sin ninguna pretensión de conocimiento auténtico. Y aun si supiéramos mucho de su peripecia en este mundo, como de la nuestra, seguiríamos ignorantes del valor o el sentido de todo ello.
 
Guillermo vivía en situación muy precaria, y trataba de salir a flote y relacionarse con el mundo de la fotografía organizando exposiciones en el Ateneo. Un grupo de auténticos delincuentes, mezcla extraña, o acaso no tan extraña, de socialistas y gente próxima a la extrema derecha, trataba de hacerle la vida imposible, obstaculizaba sus iniciativas y difundía contra él bulos e insidias personales repugnantes, explotando deliberadamente su fragilidad nerviosa. Lo hacían por pura maldad, en buena medida por el simple hecho de que se llevaba bien conmigo. Ya lo expliqué en otra ocasión: en ningún lugar como el Ateneo he encontrado tanta mala sangre, animada por la envidia y por el espejismo de un poder y un dinero inexistentes.
 
Le perdí luego la pista, y alguien me comentó que vivía prácticamente como un mendigo. Lo encontré hace unos meses en la Casa del Libro de la Gran Vía, bastante envejecido. Estaba acogido a un albergue religioso. Me preguntó si no temía alguna agresión: "Hay mucho loco suelto, y con las cosas que escribes…"
 
Una etiqueta de Guinness.Lo he recordado mientras miro una foto antigua, que puedo datar bastante bien: septiembre de 1965, teniendo yo diecisiete años. Es en el sur de Inglaterra, cerca de un pueblo llamado Bodiam, próximo a Hastings; un grupo de jóvenes con vestimentas variopintas sube por un terreno inclinado, en el campo ondulado y verde de aquella hermosa región. A algunos de ellos puedo identificarlos vagamente, a la mayoría no, la memoria falla. Casi todos éramos estudiantes, y volvíamos al campo de trabajo veraniego tras terminar nuestra jornada recogiendo lúpulo en las grandes plantaciones de la empresa cervecera Guinness.
 
Yo había ido hasta allí haciendo autoestop desde Vigo, vía Madrid y París. Había en el campo yugoslavos, portugueses, algún danés, algún inglés, algún chileno, dos colombianos, varios italianos, alemanes y franceses, algún chino, algún griego… Con tal variedad de orígenes, un día se organizó un pequeño festival de cantos nacionales a coro. Los alemanes entonaron Lili Marleen, y fueron quienes mejor lo hicieron; los españoles, con Asturias, patria querida, fuimos quizá los peores, aunque tuvimos fuerte competencia por el puesto.
 
Una concesión a los estereotipos nacionales: los franceses eran los más indisciplinados, y no tenían fama de buenos camaradas (gentlemen and frenchmen, he oído anunciar en algún albergue); los ingleses, los más habladores y dados a las bromas y gamberradas menores. Los yugoslavos me parecieron semejantes a los españoles, no en su físico, más bien centroeuropeo; se llevaban perfectamente entre ellos, habiéndolos de todas las zonas del país; no daban la impresión de sentirse muy comunistas, pero tampoco opuestos al régimen de Tito: nadie podría imaginar entonces el estallido de furias y odios que hemos conocido. Los portugueses tenían un leve toque de melancolía; en otro campo de trabajo, mucho más duro y de menor amenidad que el de Bodiam, un portugués, al despedirse, me dijo: "Isto é unha merda, mais da saudade. Canta mais merda, mais saudade". Creo que lo transcribo más o menos en gallego.
 
Entre los compatriotas había uno de Madrid que hablaba bien inglés, lleno de vida, de nervio y de ilusión por todo. Ligó con una inglesa muy guapa, quizá demasiado guapa, y la cosa no duró. Volví a encontrarlo al año siguiente en el mismo campo, siempre tan entusiasta por la vida en general. Y lo vi de nuevo en Madrid un año más tarde: había viajado mucho por Europa, a menudo con un amigo useño, y nos pasamos una tarde viendo sus diapositivas. Lástima, una vez más, mi mala memoria para los nombres: le llamaré Antonio. No tengo la menor idea de su trayectoria posterior, pero unos diez años después de nuestro encuentro en Bodiam volveríamos a coincidir extrañamente.
 
En De un tiempo y de un país he contado un curioso reencuentro que, por fortuna para mí, no llegó a completarse. Hacia finales de 1977, ya fuera del PCE (r)-Grapo pero perseguido por la policía, que tendría el máximo interés en encontrarme, me había refugiado con mi compañera de entonces en un piso de la calle Cardenal Cisneros, compartido con dos estudiantes, uno palestino, Ahmed, y otro sirio, Siad. Desde luego, ignoraban todo sobre nosotros. El palestino tenía alguna relación burocrática con la oficina de la OLP en Madrid, o algo parecido, y el sirio, que estudiaba medicina, o quizá ya había terminado la carrera, y pensaba casarse con su novia española y quedarse aquí, nos contaba cosas espeluznantes del, para nosotros, régimen "progresista" de su país. De todas formas teníamos buen cuidado de no profundizar en discusiones políticas, y nuestras charlas se mantenían en un plano muy general. Yo pasaba la mayor parte del tiempo en la estrecha alcoba, leyendo y escribiendo y dando vueltas a los galimatías marxistas, mientras mi compañera trabajaba de asistenta.
 
Una mañana, leyendo en mi habitación, supongo que a Lenin, o a Mao, o a Marx, oí una voz y unas risas estridentes que me sonaron familiares. Salí al pasillo con sumo cuidado de no hacer ruido y asomé los ojos al borde de la puerta de la salita: allí estaba, en animada conversación con Siad, mi buen compañero de los campos de lúpulo ingleses. La situación suponía un enorme peligro, porque Antonio era de ideas conservadoras… ¡y aunque se hubiera vuelto comunista!
 
La regla de clandestinidad clave, para mí, era que ningún conocido tuviera la menor idea de mi domicilio. Con esta precaución, las demás medidas se limitaban básicamente a cerciorarse de no ser seguido desde ninguna reunión con los contados camaradas con quienes pretendía reconstruir el partido.
 
Temiendo que al sirio se le ocurriera presentarnos, volví a mi guarida silenciosamente, cerré despacio la puerta y me mantuve en total silencio hasta que Antonio marchó. Esperé un poco, salí y pregunté indirectamente a Siad por el visitante: eran bastante amigos, y de vez en cuando venía por el piso. En adelante procuré salir lo mínimo de la alcoba, salvo para ir a la calle, y reducir el trato con los compañeros de piso a horas en que no cupiera razonablemente esperar la llegada de mi antiguo amigo de Bodiam. Tuve éxito, y no supe más de él.
 
Vuelvo a mirar la foto: ¿qué vida habrán llevado, Antonio y los demás? Impresiona verlos tan jóvenes y saber que ahora tendrán casi todos entre sesenta y setenta años, con la parte mayor de su existencia ya cumplida; que un número de ellos quizá ya no vivan, tal vez varios de los yugoslavos hayan perecido en las guerras de división de su país, de tan sólida apariencia por entonces; otros habrán finado víctimas de enfermedades, o estén enfermos y achacosos. Algún suicidio, posiblemente.
 
Unos se habrán casado y llevado una vida familiar feliz, otros se habrán divorciado. Quién sabe si alguno se habrá hecho rico, o delincuente, o ha realizado una brillante carrera académica, o terminado como Guillermo, sin techo propio. Muchos tendrán hijos que tampoco lucirán ya la lozanía de la primera juventud. Habrán visto la Europa occidental, de aire tan feliz entonces pese a la amenaza soviética, volverse más insegura y cambiar en tantas cosas. Tantas ideas e ideales venirse abajo.
 
Si cada uno pudiese escribir una autobiografía fidedigna, ¿qué resultaría? ¿Y a quién le importaría? ¿Y podríamos sacar algo en conclusión, aparte de esa sensación de extrañeza, o incertidumbre, que nos produce la vida?
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