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Florentino Portero

La pesadilla afgana de Robert Gates

En la diplomacia norteamericana sobra tactismo y falta estrategia. No se puede ejercer una influencia global cambiando continuamente de criterio, enviando mensajes equívocos, traicionando a los aliados y manifestando una asombrosa disposición a la derrota

Reconozco que una de mis obsesiones es comprender cómo se compagina la condición de gran potencia con vivir en libertad. La vida es cambio, unos imperios suceden a otros... pero el reto de nuestro tiempo es que democracias avanzadas tienen que asumir responsabilidades globales. La democracia es un sistema de toma de decisiones asentado sobre unos valores bien definidos. Para evitar el abuso de poder los gobernantes y representantes tienen que pasar por las urnas periódicamente, lo que les obliga a dar explicaciones de sus actos de forma constante. El tiempo nos ha demostrado que, como decía Churchill, "la democracia es el peor de los sistemas políticos, con la excepción de todos los demás". Que es imperfecta es algo tan obvio para quien la padece que no parece necesario regodearse en el lamento. Entre esas muchas limitaciones está una que afecta al diseño de la política exterior.

La estrategia de los imperios, las hiperpotencias, las superpotencias e incluso las grandes potencias, que de todo hay en la viña del Señor, requiere de un amplio acuerdo parlamentario, disposición al sacrificio y mucha paciencia, tres condiciones que son incompatibles con la vida en democracia o que sólo en muy especiales circunstancias pueden ser asumidas. Ese fue el caso en la Guerra Fría. Cuando tras dos guerras mundiales terroríficas y sin precedentes el Congreso norteamericano comprendió que estaba abocado a una nueva, determinada por el auge del arma nuclear, fue capaz de sobreponerse a sus instintos naturales y establecer una estrategia que, en lo fundamental, se mantuvo hasta que los alemanes derribaron el Muro de Berlín y la Unión Soviética se desmoronó como si de un castillo de naipes de tratara. Es evidente que el Congreso norteamericano no vive una experiencia semejante en nuestros días.

Cada sociedad marca con un estilo propio su forma de hacer política. De la misma forma que en España impera el hacer de letrados y funcionarios, en el Distrito Federal son los manager los que mandan. Casi nadie se libra de pasar una temporada, mayor o menor, en business y eso determina la forma de enfocar y resolver los problemas. Se trabaja en equipo, hay un tiempo para analizar, un tiempo para decidir una estrategia y un tiempo para ejecutarla. Los resultados tienen que verse de inmediato, no en vano cada dos años hay elecciones en las que se renueva el total de la Cámara de Representantes y un tercio de los senadores. La falta de escrúpulos de los opositores es sólo comparable a la de los que detentan el poder, por lo que esperar una actitud patriótica y responsable no es la opción más sensata. ¿Se puede ejercer así un liderazgo global?

A veces una figura política nos ayuda a entender un período o un sistema. Un ejemplo del Washington de estas últimas décadas es Robert Gates, el actual secretario de Defensa. Historiador de formación se doctoró en la prestigiosa Universidad de Georgetown en estudios soviéticos. Desarrolló toda su actividad en la CIA para pasar, como experto en inteligencia, al Consejo de Seguridad Nacional. Ha servido a distintos presidentes de diferentes partidos, manteniendo siempre una imagen de profesionalidad y una facilidad innata para establecer acuerdos con el Congreso. En los días de Carter estaba en el Consejo de Seguridad Nacional cuando se organizó la ayuda a las guerrillas islamistas que debían impedir el éxito de la invasión soviética con Afganistán y allí siguió, ya con Reagan, cuando el modelo se desarrolló más y más. Mucho se ha escrito sobre su implicación en el escándalo Irán-Contra... pero no quisiera desviarme del argumento central. Bush jr. le llamó para suceder a Rumsfeld, a quien no supo cesar a tiempo por lo que la situación se había hecho insostenible. Gates había participado en la elaboración del informe presentado por el Iraq Study Group, apoyando una elegante rendición frente Al Qaeda mediante una retirada gradual al tiempo que se echaba la culpa al gobierno iraquí del desastre que se avecinaba. Bush vio en él a la persona que podía forjar un acuerdo en el Congreso en torno a una nueva estrategia. De la misma forma que había apoyado la retirada estaría dispuesto a luchar por lo contrario, pero por un tiempo limitado. Era la última oportunidad que se concedía al presidente para demostrar que la victoria era posible. Gates hizo eficazmente el trabajo que permitió el triunfo de la estrategia en la que no creía.

Las elecciones afganas son un momento trascendental para el futuro de este pobre país. Al frente del Departamento de Defensa hay un profesional de gran experiencia que conoce a fondo el dossier afgano. Él fue uno de los creadores de las milicias talibán y de él se espera que sepa acabar con ellas. Es evidente que los pirómanos tienen experiencia con el fuego, pero no se caracterizan por saber apagarlos. Gates no es persona que disfrute creando dificultades, su problema es que, como tantos otros experimentados supervivientes de la selva washingtoniana, es un especialista del dribbling en corto. No tiene una "visión" ni se siente particularmente vinculado a unos valores. Es un manager de la seguridad norteamericana que resuelve con rapidez tras lograr acuerdos parlamentarios. En la diplomacia norteamericana sobra tactismo y falta estrategia. No se puede ejercer una influencia global de forma eficiente cambiando continuamente de criterio, enviando mensajes equívocos, traicionando a los aliados y, sobre todo, manifestando una asombrosa disposición a la derrota.

El islamismo es una amenaza grave y de largo recorrido. Bush estableció los principios para hacerle frente, pero le faltó carácter para imponerlos en su propia Administración. Tanto Obama como Gates están presos de su pasado, de lo que han hecho o dicho y están obligados a trabajar en una permanente contradicción. El tándem formado por los generales Petraeus y McChrystal ha establecido unos principios estratégicos y un plan de acción que requieren muchos más hombres y mucho más tiempo. La idea de que Obama tendrá que presentarse a la reelección en un escenario semejante a la que le tocó vivir a Bush se hace cada día más presente.

La democracia no es el mejor sistema para ejercer una influencia global, pero puede funcionar si se respetan sus valores fundamentales. Por encima de todo es el gobierno del pueblo para el pueblo y es a él, al ciudadano de a pie, a quien hay que dirigirse para establecer los criterios fundamentales. Sólo planteando abiertamente la realidad de la amenaza islamista se podrá lograr el acuerdo necesario para dotar de estabilidad la acción exterior norteamericana durante las próximas décadas. Quizás la gravedad de la situación en Irak, Afganistán, Irán y el conjunto de la región fuercen a la clase política a asumir de una vez por todas, como ocurrió en los años de Truman, una auténtica estrategia de victoria, que no se alejará mucho de los principios establecidos por la primera Administración Bush.

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