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Francisco Cabrillo

Frank Ramsey visita al Dr. Freud

El ambiente cultural en el que vivió Europa en la década de 1920 fue muy estimulante para la creación intelectual. El mundo del arte, de la filosofía, de las ciencias físicas y, desde luego, también de la economía, experimentaron cambios muy importantes. Pero no cabe duda de que una de las nuevas modas que mayor influjo ejerció en aquella época fue el psicoanálisis. Sigmund Freud había empezado a publicar sus trabajos y a crearse una reputación bastantes años antes. Pero en los años veinte su fama había traspasado ampliamente las fronteras de Austria y era un personaje conocido internacionalmente, a cuyo consultorio acudían pacientes de muchos países.
 
La figura de un joven profesor de Cambrige, Frank Ramsey, representa no sólo una nueva forma de entender la teoría económica a partir de la aplicación de las matemáticas sino también los efectos de la expansión de la nueva psicología de la mente humana. Ramsey es un economista poco conocido fuera del mundo profesional de la economía. Pero algunos de los conceptos y métodos que diseñó en su corta vida –murió a los veintisiete años– han contribuido sustancialmente al progreso de nuestra ciencia y se utilizan hoy todavía, como la teoría de la imposición óptima o el denominado criterio de Ramsey en la determinación de precios en casos de producción conjunta, por citar sólo los dos ejemplos más destacados.
 
Nuestro personaje nació en Cambridge el año 1903, hijo de un profesor de matemática, que llegaría a ser el director de uno de los “colleges” importantes de la universidad de Cambridge, el Magdalen College. Tras cursar una brillante carrera, Frank era profesor de matemáticas y “fellow” de un “college” a los veintiún años, y había pasado a desempeñar un papel muy importante en la vida cultural de la ciudad, ya que, además de sus trabajos profesionales, fue protagonista de muchas otras actividades relevantes, entre ellas la traducción al inglés del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein.
 
Los economistas de Cambridge, en aquellos años mantenían unos comportamientos sexuales algo heterodoxos para la época. Pero, a diferencia de lo que le sucedía a muchos de sus colegas masculinos, a Frank Ramsey realmente le gustaban las señoras; y parece, además, que le gustaban mucho. Establecía, eso sí, un requisito algo peculiar: para que verdaderamente le atrajeran, las mujeres tenían que estar casadas. Las jóvenes solteras no le interesaban a nuestro brillante matemático y economista, que no conseguía encontrar en ellas nada que sustituyera con ventaja al encanto y la experiencia que proporciona el matrimonio. Era así la vida conyugal la que convertía a las mujeres en objetos de un deseo que difícilmente podía rechazar.
 
No es difícil imaginar que esta afición podía llegar a ser peligrosa para nuestro amigo Frank. A muchas mujeres podía molestarles. Y, lo que es aún peor, la mayoría de los maridos habrían llevado mal el asunto si su mujer hubiera sido la elegida. Los grandes conocimientos de matemáticas y economía de Ramsey no habrían sido, seguramente aceptados, como excusa de tal comportamiento. Consciente de que se estaba jugando un disgusto, nuestro personaje decidió someterse a tratamiento para curar esta atracción hacia las casadas que él mismo consideraba “irresistible”. ¿Qué mejor médico para ello que el famoso doctor Freud? Ramsey no lo dudó, y el año 1924 hizo las maletas y se fue a Viena durante unos meses para psicoanalizarse. Por desgracia no sabemos mucho de lo que allí ocurrió, pero el tratamiento no debió gustarle demasiado porque unos años más tarde afirmó que “no tengo tantas ganas de hablar sobre mí mismo como alguna vez tuve; y creo que ya he tenido bastante como terminar cansado de ello”.
 
Y otra cosa ignoraba nuestro economista, seguramente. En la misma década de los años veinte, y en la misma ciudad de Viena, un joven filósofo llamado Karl Popper empezaba a elaborar una teoría sobre la lógica del conocimiento científico, de acuerdo con la cual las dos grandes doctrinas no científicas del mundo moderno –pese a su pretensión de serlo– eran el marxismo y el psicoanálisis. Y Popper tenía razón.

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