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Francisco Cabrillo

Los hijos de Rousseau

Enemigo de los principios del mercado y partidario de la vida austera y natural no es fácil imaginarse al filósofo ginebrino reflexionando con un mínimo de profundidad, como haría por ejemplo Adam Smith en la misma época

Cuenta el escritor francés G. Lenôtre que, en los años finales del siglo XIX, encontró en varias ocasiones a un anciano que trabajaba con asiduidad en diversas bibliotecas y archivos de París, entre ellos los archivos de la Asistencia Pública. Sintió un día curiosidad y se decidió a preguntarle por el objetivo de aquella investigación a la que dedicaba tanto tiempo y esfuerzo. La respuesta fue tan concisa como sorprendente: “Busco –le dijo– a los hijos de Rousseau”.
 
Pero antes de pasar al curioso tema que hoy nos ocupa, parece necesario preguntarse si tiene sentido realmente considerar a nuestro personaje como un economista. Rousseau, que había nacido en Ginebra el año 1712 nunca sintió realmente una gran curiosidad por la nueva ciencia económica que estaba naciendo en los años centrales del siglo XVIII. Pero fue autor, no debe olvidarse, de un Discurso sobre la economía, escrito como contribución a la Enciclopedia de Diderot. El título de este texto no es, sin embargo, representativo de su contenido. No sólo su autor ignoraba la literatura existente sobre economía política; en realidad ni siquiera era capaz de identificar con un mínimo de precisión los problemas de los que se ocupa esta disciplina. Su argumento de que las funciones principales de la economía son administrar las leyes, mantener la libertad civil y proveer a las necesidades del Estado explica por sí mismo que, casi de forma unánime, los historiadores de la ciencia económica le hayan prestado, por lo general, muy poca atención. Enemigo de los principios del mercado y partidario de la vida austera y natural no es fácil imaginarse al filósofo ginebrino reflexionando con un mínimo de profundidad, como haría por ejemplo Adam Smith en la misma época, sobre las causas de la prosperidad de las naciones, ya que ni siquiera la idea misma de prosperidad parecía tener mucho sentido para él.
 
Para Rousseau el ser humano tenía una bondad natural que la sociedad se encargaba pronto de eliminar. A este tema dedicó buena parte de su extensa obra; y llegó incluso a publicar una Carta a D’Alembert sobre los espectáculos, en la que se oponía a la creación de un teatro en su ciudad natal, con el argumento de que el teatro es un entretenimiento que se basa en la vanidad humana y que provoca emociones peligrosas. Y parece que trató de ser coherente con sus ideas hasta el límite, ya que afirmó que, para evitar que sus hijos fueran pervertidos por la vida social en la que él mismo se hallaba inmerso, los entregó a la asistencia pública para que fueran educados en un asilo y, tal vez, entregados a un a familia campesina alejada de la degeneración que aquejaba, en su opinión, a la sociedad en la que les había tocado vivir.
 
Desde entonces multitud de investigadores no han ahorrado esfuerzos para tratar de sabe qué fue de estos niños, cuyo número ha llegado a fijarse en cinco. Pero nunca se ha encontrado ningún dato fiable sobre ellos, a pesar de que se han llegado a construir, en torno al tema, todo tipo de fábulas y leyendas. Durante algún tiempo se habló así de un joven que el año 1791 se había suicidado en Ermenonville, donde Rousseau está enterrado, y al que se llegó a considerar uno de esos hijos, que habría decidido quitarse la vida ante los restos de su ilustre y esperpéntico padre. Pero nada hay de verdad seguramente, ni en esta historia ni en otras similares. Y algunos especialistas han llegado incluso a plantear dudas sobre la existencia misma de tales hijos.
 
Que una persona se invente que ha tenido cinco hijos y diga, a continuación, que los ha enviado a todos al asilo resulta, desde luego, bastante sorprendente. Pero Rousseau, a pesar de su gran fama, era en realidad un tipo bastante estrafalario, cuya figura habría interesado mucho a los psiquiatras, si tales profesionales hubieran ejercido en la Francia de la época. Fue el pensador ginebrino autor de una autobiografía titulada Mis confesiones, notable, sin duda desde el punto de vista literario, pero que nos muestra un personaje desequilibrado, capaz de inventarse tal historia sin muchos problemas.
 
Para darle más morbo al tema hay quien afirma incluso que Rousseau nunca pudo ser padre porque quedó impotente cuando era joven. Sus memorias permiten entrever, en efecto, que sus relaciones con su protectora Madame de Warens y con otras señoras de diversa condición le exigieron no pocos esfuerzos físicos que, aunque aceptados con entusiasmo y dedicación en un primer momento, pudieron haber llegado a resultar excesivos a nuestro entonces joven personaje, que habría quedado bastante limitado en tales actividades durante el resto de su vida.
 
Es probable que se trate también de una historia sin fundamento. Pero todo incide en un hecho que no deja de resultar sorprendente: la atracción que han ejercido sobre todos nosotros determinados hombres, de los que habríamos escapado, seguramente, como de la peste, si los hubiéramos tratado en persona. Y cada vez que releoMis confesiones viene a mi mente aquel entrañable vejete, que tras dedicar años de su vida a un trabajo baldío, nunca consiguió encontrar a los hijos de Rousseau.

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