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Francisco Pérez Abellán

El jurado

En España los jurados han tenido una existencia poco brillante y no han calado en el aprecio popular.

El caso Asunta ha popularizado el tribunal del jurado. Su tirón mediático ha hecho que por fin, después de años de funcionamiento renqueante, se conozca cuántos miembros lo componen y cuáles son sus tareas: hasta ayer yo ponía en los exámenes a mis alumnos preguntas sobre el jurado y siempre las respuestas venían más de la memoria colectiva de la película Doce hombres sin piedad que de la realidad de la ley.

Yo no soy partidario del jurado. Prefiero siempre un tribunal profesional por el mismo motivo que prefiero que una muela me la saque un dentista y no una asamblea de mi escalera. En España los jurados han tenido una existencia poco brillante y no han calado en el aprecio popular. La principal demostración es la resistencia a formar parte del tribunal. En el caso Asunta, hasta tuvo que retrasarse el juicio porque no se encontraban miembros suficientes.

En España la institución del jurado ha sido una vieja reivindicación progresista, que desconfía de los tribunales profesionales. Su establecimiento sin embargo se hizo con toda cautela y demuestra que la ley en realidad no se fía de los ciudadanos-jueces. Por ejemplo, se guarda la posibilidad de que si no gusta el veredicto se repita el juicio con otro jurado. A veces solo se anuncia, como en el mal juzgado caso Wanninkhof, que, aunque fue el Supremo el que ordenó que se repitiera, ya nunca se repitió. Eso invalida la idea de que son los ciudadanos los que juzgan. Juzgan con reparos.

Se empieza por llamarles "jueces legos", lo que indudablemente suena a despectivo, y se les exige, no como en otros países, decir si los imputados son culpables o inocentes, sino explicar, se dice "motivar", el veredicto. Es decir, que de tapadillo se les pone una tarea jurídica, unos pesados deberes para dotar de una mínima estructura basal sus decisiones.

En general, la gente no quiere formar parte del jurado. No tiene vocación. En un país con gran poso católico, puede ser por la propia doctrina, que recomienda: "No juzguéis y no seréis juzgados". La ley obliga a los ciudadanos contra su voluntad a juzgar a otros.

Además, lo hace en condiciones de escaso respeto: por ejemplo, gracias a esa leyenda urbana de la contaminación del jurado se les recluye, enclaustra o encarcela. Se les despoja de los teléfonos móviles, se les aparta de la familia, la novia o los amigos, se les impide ver la TV o leer periódicos y consultar internet y se les somete a vigilancia. Es decir, que no se les considera autosuficientes para juzgar sin ser obligados. Los jurados pasan días encerrados en un hotel discutiendo hasta obtener el veredicto. Si la posibilidad de la contaminación por la prensa fuera real, ¿por qué no se encierra también a los jueces? Es un trato que diferencia ciudadanos de primera y de segunda. ¿O alguien cree de verdad que es más fácil de influir con opiniones de tertuliano a ciudadanos de a pie? Sin duda, a los jurados populares se les trata con un tufillo humillante.

En realidad, se trata de una imposición que ahora que van a cambiar la Constitución debería cambiarse también: que sean parte del jurado solo los que lo deseen. Juzgar es siempre difícil y, aunque no es una garantía de acierto haberse formado, el nivel de confianza es razonablemente mayor en quienes conocen el Derecho.

Para ciudadanos del siglo XXI, como los componentes del jurado del caso Asunta, el espectáculo de ver al juez aleccionando al jurado en cosas básicas es la manifestación de una ley que mantiene la institución como un prurito reivindicativo de otros tiempos.

Hoy no hace falta recurrir a veinteañeros, jubilados o amas de casa para impartir justicia. Hay gente preparada y profesional. Prescindir de una institución propia de otras culturas es lo que reclama la imprescindible especialización para mejorar los resultados. Y a los ciudadanos nos evitaría el trágala: nos librarían de ser vergonzosamente desautorizados en su caso o del peso de la duda, por si no lo has hecho bien, el resto de la vida.

En España

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