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Francisco Pérez Abellán

Indulto que no explica porque no le da la real

El ministro Alberto Ruiz Gallardón maneja centenares de indultos como si fuera el heredero no previsto del viejo privilegio de la monarquía absolutista.

El ministro Alberto Ruiz Gallardón maneja centenares de indultos como si fuera el heredero no previsto del viejo privilegio de la monarquía absolutista. Ser indultado es lo contrario de recibir justicia.

Aunque la ley de 1870, el año en el que asesinaron a Prim, exige una serie de garantías para saber que se indulta con base, en el del kamikaze, uno de los pocos casos exhibidos públicamente, que recae sobre un influyente ejecutivo de una empresa que al volante de su automóvil circuló durante kilómetros a contramano, hasta que chocó con un automóvil conducido por un joven al que mató en el acto, el gobierno, que ha sufrido el varapalo del Tribunal Supremo, que por primera vez ha echado abajo un indulto, ha sido incapaz de explicar las razones de su decisión a pesar de que el alto tribunal le dio hasta tres meses para poder hacerlo.

El plazo ha terminado y Gallardón no ha puesto negro sobre blanco por qué decidió indultar al kamikaze defendido por un abogado, hermano de un alto cargo del PP, del despacho en el que trabaja uno de los hijos del propio ministro, por lo que se entiende que al kamikaze lo indultó por el motivo que no le da la real explicar a los súbditos. O sea, dos cosas: la mayoría de los indultos que cada año da el Gobierno, y que son alrededor de cuatrocientos, no son explicados a la opinión pública, porque las medidas de gracia forman parte de un coto privado en el que quien dispone de ellas lo hace a placer, sin necesidad de que la mujer del César sea decente ni se moleste en disimularlo. Se abren las fauces de ganas de desenterrar todos estos enigmas, seguramente llenos de sorpresas incandescentes, hasta ahora efecto de un trágala acompañado de disimulo.

El único indulto tumbado por el Tribunal Supremo, que produce alipori gubernamental, ha puesto en evidencia una práctica que va de lo obsoleto al abuso. El kamikaze argumenta que sufre una enfermedad mental, pero de ser cierto habría podido barajarlo en su defensa y seguramente le habrían aplicado una eximente. De no ser así, y de no sacarlo el gobierno a colación, se infiere que el kamikaze se precipitó en dirección contraria consciente y voluntariamente cometiendo un gravísimo delito contra la seguridad del tráfico con resultado de muerte y otros daños. A partir de ese momento todo han sido sufrimientos para la familia de la joven víctima, muerta utilizando el automóvil como arma. El procedimiento ha sido lento, turbio, con final poco satisfactorio y corregido con cirugía en el sentido de anularlo todo y dejar libre al homicida, provocando frustración y quiebra moral en quienes esperaban justicia. Ahora el Supremo devuelve al kamikaze a la cárcel, de la que no debió salir, y coloca al Gobierno ante el espejo delator.

Solo el sacrificio constante y lleno de coraje del entorno del fallecido ha permitido desenmascarar el teatro de la gran farsa. Los familiares han vencido la soledad, la injusticia, el abandono, el cinismo y el descrédito de la clase política. Una vez más la valentía del pueblo español se rebela contra quienes quieren manipularlo. Han lanzado este acto de soberbia institucional contra la locomotora del poder que ha descarrilado, aunque los fogoneros miren para otro lado. Todo ello bajo la responsabilidad del ministro de Justicia que ha tratado de tapar la debacle con una declaración política afirmando que él al menos no indultará corruptos, teniendo al poco que rectificar sus palabras, dado que ya ha indultado unos cuantos.

Ante el valle de lágrimas que es la Justicia en España y la débil base que significa esto para la democracia, la política imprudente añade un nuevo motivo de inquietud que conmueve tanto a los que aguardan tras los barrotes su reinserción como a los que esperan ser limpiamente juzgados. La crisis de Gobierno echa un humo más negro que la cafetera de Juan Valdés.

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