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Francisco Pérez Abellán

La ayuda de un asesino para culpar a otro

El nombre de Hellín Moro evoca una época de desolación y terror negro.

Yo soy partidario de la reinserción o recuperación para la sociedad de los delincuentes arrepentidos o que hayan pagado su condena. Pero eso es una cosa y otra muy distinta es el caso Hellín Moro. Soy partidario de que Ted Bundy ayude a capturar al Asesino del Green River, pero no de que Hellín Moro declare ante un tribunal como ilustre perito. Aunque así esté previsto para el cuatro de julio en el juicio contra Bretón, el padre de los niños perdidos en Córdoba.

Defender a alguien significa contar con todos los más capacitados, ¿pero un asesino puede tener entrada en una operación de defensa? La abogada que representa a la exesposa de Bretón, María Reposo, seguramente mal aconsejada, fio en un exconvicto, Emilio Hellín Moro, el peritaje de las llamadas de teléfono y los borrados que sitúan a Bretón en los distintos lugares que estuvo mientras supuestamente buscaba a sus hijos desaparecidos.

Es un dato técnico en cuyo rastreo Hellín Moro es especialista. El problema es que se trata del asesino ultraderechista que mató a Yolanda González. A mí me parece que alguien que fue condenado por disparar en la cabeza a aquella chica indefensa de 19 años no puede entrar en los planes de representación de un tribunal. Ruth Ortiz, como víctima, debería solidarizarse con la familia de Yolanda, con su hermano Asier, con sus compañeros del PST que tanto la han llorado.

Declarar como perito ante los tribunales exige antes que nada dignidad, humanidad, bonhomía. Poner a declarar a un criminal para condenar a otro, desde el punto de vista de la ciencia, es una aberración. A Hellín se le había perdido de vista hasta que un periodista de investigación le encontró bajo un nombre falso y le puso bajo la luz de los focos. Resulta que da cursos de ingeniería electrónica e interviene en la formación de agentes del orden. Es una sorpresa, pero toda la vida de este exconvicto ha sido perderse, huir: renombrado fuguista, se evadió de la cárcel y fue a parar a Paraguay, y solo pudo ser recuperado por otro periodista, que tras la huida le encontró y lo trajo para España como a Pepe de Alemania.

Por lo sabido hay suficientes elementos para juzgar a Bretón, pero incluso aunque no los hubiera sería preferible renunciar a este perito, hacer el cálculo de oído o a vista de pájaro antes que recurrir a su ayuda, un gesto siempre sospechoso y amenazante: el de un fanático colgado de una ideología que un día hizo caso a un impulso violento para liquidar a una joven vulnerable, una chica vasca, de izquierdas, independiente, que se vio asaltada, maltratada y finalmente tiroteada. Hellín y un cómplice la pasearon durante una hora en coche, un 124 de aquellos tiempos del Madrid crispado. Finalmente le descerrajó dos tiros de su pistola fetiche, una P-38, e hizo que su colega, también de 19 años, la rematara con otro disparo. Un asesinato sangriento, excesivo, destinado a causar horror, digno de practicantes de la violencia más absurda, justificado por ideas políticas trasnochadas de una minoría ensoberbecida.

Hellín ha cumplido solo unos catorce años de las cuatro décadas que le cayeron por el asesinato de Yolanda. No creo que su testimonio de perito en teléfonos y ordenadores sea definitivo en el veredicto del jurado popular que juzga a Bretón. Pero aunque lo fuera, yo renunciaría, con tal de no contaminar con más vileza la tragedia de Córdoba. El nombre de Hellín Moro evoca una época de desolación y terror negro.

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