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Francisco Pérez Abellán

La muerte como espectáculo

La muerte es el gran misterio, el origen de todos los miedos y un elemento esencial del 'show business'.

Algunos asesinos, los más exhibicionistas, buscan la muerte como espectáculo. No les basta con apropiarse de las vidas de los otros, sino que quieren hacerlo de forma que nadie lo olvide. Ese parece el caso de Andreas Lubitz, el piloto de la compañía de bajo coste de Lufthansa.

Tal vez por eso no solo hizo descender bruscamente el avión hasta el punto de que el comandante quiso regresar a los mandos de forma angustiosa y apresurada, aporreando la puerta blindada de la cabina, sino que cuando el aparato descendía veloz hacia el suelo aceleró para que el encontronazo fuera lo más violento posible, según revela la segunda caja negra. La colisión redujo el avión a pequeños trozos que quedaron desmigajados en los Alpes.

Murieron ciento cincuenta personas que iban a bordo, y el nombre de Lubitz, como el de Eróstrato, figurará para la eternidad como quien le pegó fuego al templo de Artemisa. Este amor de los criminales por el espectáculo es lo que lleva a los terroristas a degollar a sus víctimas no de cualquier manera sino en videos de factura cada vez más cuidada. Es el mismo síndrome que llevó a los asesinos del instituto de Columbine a matar a los estudiantes mientras dirimían si el recuerdo de su hazaña debería rodarlo para el cine Tarantino o directamente Spielberg. Hay pruebas de que buscaban la fama con el asesinato en masa.

Hace unos años Enrique Beotas, muerto en el accidente espectacular del tren de alta velocidad en Santiago, produjo un libro, Morir en Madrid, patrocinado por la funeraria, en el que Paco Umbral, yo mismo y otros escribimos sobre la muerte. Nuestras fotos, captadas por un fotógrafo artista, viradas a sepia, fueron recortadas dentro de óvalos, como antes se ponían en las lápidas de los cementerios, para ilustrar los artículos. Paco escribió curiosamente sobre el suicidio, una pieza excepcional, como todo lo suyo, sobre los que eligen terminar sus días en el salto espectacular desde el Viaducto madrileño. Yo escribí de la muerte como espectáculo en una pieza que fue muy elogiada.

Puse ejemplos como el de las grandes cornadas a lo Granero y las ejecuciones públicas, que en tiempos fueron espectáculos macabros. La muerte es el gran misterio, el origen de todos los miedos y un elemento esencial del show business. Los asesinos de masas sueñan cómo recordará la historia sus nombres y los hechos que les hicieron famosos. Hay una legión de criminales-celebrities, como Charles Manson, Ted Bundy, Breivik… que mataron para salir en los periódicos, protagonizar los videos de los informativos de TV y resonar en las noticias de la radio. Algunos escribieron sus propios libros para ensalzar sus interesantes vidas, como Caryl Chessman, que, aunque por casualidad no llegó a asesinar, produjo heridas como bandido de la luz roja peores que la muerte.

En algunos casos el periodismo debiera plantearse cómo dar la información de los criminales que matan para ser famosos, principalmente para que no se salgan con la suya. Por ejemplo, está muy claro en los casos de terrorismo en los que los asesinos degüellan a sus víctimas con luz y color y encuadre vertiginoso, para que los noticiarios lo publiciten transmitiendo el impacto de su brutalidad a la población. Un escalofrío de horror y miedo sacude nuestras mentes cuando contemplamos algo tan despiadado, pero además se apodera de nosotros un sentimiento de impotencia y hasta de inferioridad ante unos seres que se erigen en demiurgos todopoderosos que infligen la muerte a su placer.

Tal vez la solución fuera algo así como tratar de negarles la fama, como intentaron hacer las autoridades contra el pirómano Eróstrato, aunque no lograron borrar su nombre de los anales del horror. Pero en el caso del terrorismo insisto en que esto está muy claro: se trata de una guerra abierta entre los criminales y todos los demás, por lo que habría que optar por no emitir sus videos, no darles propaganda, evitar que disfruten de su exhibición.

Reconozco que es difícil encontrar el equilibrio entre información y publicidad en los actos criminales, pero igual que se ha llegado al consenso de que adoptar la jerga de los terroristas (llamar "ejecución" al asesinato, etc.) es hacerles el juego de la peor manera posible, hay que concluir que darles en el gusto de que las muertes que provocan para alcanzar la fama e influir en nuestras vidas sean emitidas miles de veces es reconocer que han logrado que su propósito triunfe. Veáse el éxito de gran espectáculo de Andreas Lubitz.

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