Cañete -nos decían- es muy bueno.
Discreto, perspicaz, inteligente.
Un gran gestor, un hombre competente.
Y nada de esta Europa le es ajeno.
Posee gran empaque. Voz de trueno.
Se mueve por Bruselas hábilmente.
Ostenta un gran currículum. No miente.
Y es, además, simpático y ameno.
Todo esto nos decían. Lo creímos.
Pero llegó el debate, y lo que vimos
fue un tipo torpe, tardo, romo y plano.
Un grandullón sin gracia y sin razones,
que estuvo hasta peor -manda cojones-
que la sociata Elena Valenciano.
(Y encima, el tipo, ufano,
después, cuando comenta la jugada,
la caga mucho más. Y bien cagada).